Por Yanina Welp (*) para www.nuso.org
Si bien los partidos no han desaparecido del juego democrático, hoy muestran serias dificultades para articular demandas sociales y canalizar las aspiraciones ciudadanas. En ese marco, herramientas como los referendos pueden redinamizar la democracia. Pero para ello es necesario que haya mecanismos sencillos y transparentes para activarlos. De lo contrario, como ocurre a menudo, resultarán más útiles para los poderes políticos que para la participación ciudadana.
Sin partidos no hay democracia, pero la democracia de partidos muestra un funcionamiento cada vez más deficitario en sus niveles fundamentales: los partidos están fallando en su capacidad programática y de gestión, la de generar e implementar soluciones adecuadas; y están fallando también en su capacidad de representar a la ciudadanía y dar sentido a la democracia sosteniendo la legitimidad del sistema. Esto ocurre porque en las democracias del siglo xxi los partidos enfrentan incentivos perversos que los orientan a buscar el poder a costa de atacar a sus adversarios convertidos en enemigos. En campaña electoral, la disputa política se aborda como si se tratara de un campo de batalla en el cual la misma supervivencia de la nación o de los valores democráticos estuviera en juego de forma constante. Una vez en el gobierno, las oposiciones tienen pocos incentivos para cogobernar o acompañar la gestión y muchos más para erosionarla y así crear las bases para su posterior acceso al poder. Se repite entonces la dinámica de campaña, lo que genera un intercambio agresivo que va dividiendo al electorado en alineados (quienes se ubican a un lado y otro de la grieta, por usar un término argentino), ausentes (abstencionistas y/o desencantados, quienes consideran que da lo mismo y que la política no tiene valor para transformar cosas) y apocalípticos exaltados (quienes comienzan a adherir a salidas autoritarias y/o antipolíticas expresadas desde la crispación máxima).
En un plano sistémico, la democracia, en la teoría y en la práctica, funciona cuando están bien aceitados los canales que conectan la representación y la participación, porque esto cohesiona la comunidad política y mejora las respuestas a las demandas ciudadanas. El conflicto no puede (ni debe) eliminarse, sino canalizarse democráticamente. Aunque el contrato social sea un mito fundante, la adhesión a la comunidad política se basa en una mínima percepción de beneficio y también de justicia. El declive de la función de los partidos erosiona su capacidad de (a) legitimar el sistema, (b) elaborar políticas públicas adecuadas y (c) implementarlas. Y cuando las instituciones son percibidas como injustas, pierden efectividad en lograr sus objetivos. En su análisis de Chile, Guillermo Larraín lo resume así: «¿Por qué pagar impuestos si el Estado es ineficiente y corrupto? ¿Por qué adherir a leyes hechas para favorecer sistemáticamente a las mismas personas? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos si la violencia recae con demasiada frecuencia en las mismas personas?»1. Los partidos de gobierno y los principales referentes de la oposición tienen responsabilidad en que estas percepciones tengan cada vez mayor peso en Chile y en el continente.
La representación es central en sociedades complejas como las contemporáneas, porque mantiene en marcha el andamiaje que procesa las demandas ciudadanas y ofrece soluciones. El problema es que nada de eso funciona bien. ¿Por qué? Porque los partidos privilegian uno de sus objetivos fundamentales –conseguir el poder– y desplazan los otros –elaborar, sostener, defender e implementar programas desde el liderazgo y el enraizamiento en la sociedad–. No es una cuestión de lucha entre buenos y malos (puede serlo, pero ese debate resulta poco productivo para transformar el estado de cosas), sino una cuestión de incentivos.
El sistema político y las dinámicas comunicacionales contemporáneas han generado incentivos perversos. Ahora bien, ¿se puede hacer algo, además de lamentar amargamente el crecimiento del «populismo» y las opciones autoritarias, la abstención creciente y el aumento de las desigualdades y las frustraciones ciudadanas? Aquí argumentaremos que sí, centrándonos en un elemento que no resuelve todos los problemas, pero que puede destrabar el bloqueo en que se halla inserto el sistema político: la introducción de mecanismos de democracia directa en manos de la ciudadanía o de activación obligatoria, con capacidad de incidencia, efectivos, que permitan acortar las distancias entre representantes y representados, la rendición de cuentas y el debate de ideas. No es naíf ni mucho menos suicida. Así como en Chile el plebiscito constitucional abrió canales institucionales para buscar nuevas respuestas en una situación excepcional, en situaciones de normalidad los referendos activados por ley o por recolección de firmas podrían cambiar radicalmente el marco del debate y los incentivos que movilizan o desmovilizan a los diferentes actores. Con ello no propiciamos ni visualizamos una situación de participación permanente. De lo que se trata es de incorporar al sistema un actor con poder de veto. Su sola posibilidad (cuando puede hacerse efectiva) cambia las reglas del juego, acerca preferencias y obliga al diálogo.
La participación de la ciudadanía es fundante
No hay democracia sin un aval explícito de la ciudadanía. La participación en elecciones ha sido el mecanismo predominante para expresar este aval, pero hay todo un conjunto de procedimientos que también podrían hacer su contribución pese a haber quedado relegados a un segundo plano. El formato adquirido por la representación –a grandes rasgos, una autoridad electa, a diferencia de una que actúe como delegada, tiene discrecionalidad para tomar decisiones buscando representar al conjunto de votantes y no solo a quienes la eligieron– otorga márgenes amplios de discrecionalidad que ponen la primera piedra en la distancia que separa a representantes y representados. Campañas que se convierten en una carrera desenfrenada de promesas a todas luces incumplibles hacen también su contribución al descrédito de la democracia representativa. Luego, y con mayor importancia para el argumento, una vez en el gobierno, la oposición orientada a conseguir el poder no tiene incentivos para cooperar en función del bien común sino para torpedear la acción de gobierno con la expectativa de conseguir el poder. La ciudadanía asiste a la escena como convidada de piedra, hasta los siguientes comicios.
El electoralismo que guía la acción política es cada vez más la regla. Si cuestiones tan relevantes como un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (fmi) en Argentina o la licitación del litio en Chile debieran ser ratificadas por la ciudadanía en un referéndum, los partidos tendrían que fortalecer sus argumentos y defender ante la población las razones de fondo a favor o en contra; posteriormente, los costos de la acción colectiva, igual que sus potenciales beneficios, se distribuirían de otro modo, disminuyendo la centralidad de los partidos. La ciudadanía también recibiría otros incentivos para intervenir en política. No se trata entonces de aceitar solo el aval que la democracia representativa requiere, sino también la capacidad de intervención de los ciudadanos.
Las resistencias a dejar en manos de la población la toma de decisiones trascendentales no son nuevas. «La gente no está preparada para tomar decisiones de envergadura», «se dejaría seducir por líderes autoritarios», «solucionar el problema de legitimidad podría poner en serio riesgo la efectividad de las políticas públicas»: estos son argumentos corrientes. Albert Hirschman propuso unas tesis que caracterizarían la retórica reaccionaria o de la intransigencia que se habrían manifestado en distintos momentos históricos y que explican la férrea resistencia a defender el statu quo frente a la sola posibilidad del cambio: la tesis de la perversidad, que propone que los efectos de una reforma empeorarán cualquier aspecto –social, político o económico– que esta busque solucionar; la tesis de la futilidad, que señala que cualquier reforma tendrá un efecto nulo o mínimo y, por tanto, es sencillamente cosmética; y la tesis del riesgo, más sutil, que propone que los costos de una reforma pueden ser tan altos como para poner en peligro otros logros precedentes2. Con inspiración en estas reflexiones, no se trata aquí de defender de manera acrítica o descontextualizada una participación ciudadana directa total (imposible e incluso indeseable)3, sino de su incorporación al sistema político democrático como un avance orientado a cambiar los incentivos que el debate político actual enfrenta.
¿Cómo analizar los sistemas de partidos?
La institucionalización del sistema de partidos ha sido reconocida como un prerrequisito clave para la consolidación de la democracia en los Estados que enfrentan transiciones postautoritarias, y también como un factor importante para garantizar la calidad de la gobernabilidad democrática en las democracias más consolidadas4. La institucionalización se evalúa a menudo mediante una lista de condiciones, como la estabilidad de los partidos y de los patrones de competencia entre ellos; el arraigo, basado en el supuesto de que los partidos más importantes deberían tener un anclaje relativamente estable en la sociedad (sus bases electorales); la legitimidad de los partidos y del proceso electoral otorgada por las elites políticas, que basan su comportamiento en la expectativa de que las elecciones serán la vía principal para gobernar; y, por último, la autonomía de los partidos, en la medida en que estos adquieren valor por sí mismos y un estatus independiente, es decir, son autónomos con respecto a los líderes o las organizaciones que los hayan creado para servir a sus fines5. Las situaciones son variadas. Mientras que en países como Perú todos estos elementos se han venido debilitando y algunos prácticamente han desaparecido, en otros, como Uruguay o Argentina, muestran una vigencia significativa.
Hablar de los sistemas de partidos latinoamericanos tiene sus riesgos porque lo primero que salta a la vista y que registran muchos estudios es su diversidad6. Asumimos aquí este riesgo para identificar algunas tendencias. Los indicadores que dan cuenta de la crisis de los partidos y sus repercusiones en la declinante satisfacción, confianza y apoyo a la democracia son muchos y de larga data. Las democracias europeas lo habrían comenzado a experimentar ya en las décadas de 1960 y 1970 con el declive de las afiliaciones y el descenso de la participación electoral. Aquellos partidos formados sobre clivajes que dieron sentido a la construcción de identidades políticas de clase condujeron en las democracias europeas más longevas a acuerdos sociales fundantes del Estado de Bienestar. Los partidos socialdemócratas, que tenían sus bases electorales en un grupo relativamente homogéneo de trabajadores y articulaban su acción política con la labor de los sindicatos, impulsaron la ampliación de derechos laborales y las políticas de bienestar. Pero el mundo ha cambiado, las sociedades se han diversificado y el debate hoy es otro; agendas que no habían tenido mayor relevancia para el proyecto socialdemócrata han ganado peso –género, etnia, diversidades sexuales–.
En Europa y Estados Unidos, en la raíz de la creciente popularidad de los intereses de la extrema derecha está la ruptura de las expectativas de que las futuras generaciones vivirán mejor que las de sus padres. Puede sonar contradictorio, pero cuando cabía esperar que el crecimiento global de las desigualdades registrado desde la década de 1980 se tradujera en más demandas de redistribución, lo que se ha observado es un aumento sin precedentes del nacionalismo y las políticas de identidad. Y lo que es más sorprendente, esto está sucediendo en las democracias consolidadas de Europa y eeuu7. Pero quizás no deba sorprender tanto y más bien invita a revisar la relación esperada entre las ideas y los contextos, o en otras palabras, cabe entenderlo como una consecuencia de la relación no lineal y a menudo subestimada entre las condiciones socioeconómicas y la política.
En cualquier caso, la informalidad, las características de las elites económicas y políticas, y las de la formación del Estado alejaron a los partidos latinoamericanos de este patrón. Si bien la región se ha caracterizado históricamente por ser la más desigual del mundo, las primeras décadas del siglo xxi fueron también las del surgimiento de nuevos proyectos políticos tendientes a la redistribución económica, la inclusión social y el reconocimiento cultural (al menos en teoría, como sucedió con los gobiernos del llamado «giro a la izquierda» en sus inicios). Los resultados distaron mucho de los esperados en el plano económico-social y en el político (lejos del pacto, primó la polarización). Hay más, porque las diferencias entre las democracias consolidadas de Occidente y las nuevas y frágiles democracias latinoamericanas se evidencian desde el punto de partida: el pacto fundante del Estado de Bienestar en los países nórdicos, Alemania o Francia se basó en la institucionalización y el reconocimiento de adversarios políticos que se sentaron a la mesa de negociaciones. Esto no ocurrió en América Latina, donde en esas mismas décadas lo que predominaba como respuesta a las demandas sociales eran los golpes militares. En los países donde sí se avanzó en la construcción de Estados de Bienestar, esto fue a menudo producto de proyectos populistas, entre los que el peronismo es una experiencia emblemática. Emilio De Ípola y Juan Carlos Portantiero lo analizaban a comienzos de la década de 1980 señalando que el peronismo dio, por primera vez, un principio de identidad a la entidad pueblo, pero «las modalidades bajo las cuales el peronismo constituyó al sujeto político pueblo fueron tales que conllevaron necesariamente la subordinación/sometimiento de ese sujeto al sistema político instituido –al ‘principio general de dominación’, si se quiere–, encarnado para el caso en la figura que se erigía como su máxima autoridad: el líder»8. Es decir, se construye ciudadanía («pueblo») mientras se niegan el pluralismo democrático y la misma autonomía de ese pueblo. Es probable que la adopción de marcos funcionales para analizar otros contextos haya obstaculizado una comprensión más profunda de las limitaciones de origen de los sistemas de partidos latinoamericanos.
Los incentivos perversos que enfrentan los partidos
En su libro Ruling the Void [Gobernar el vacío]9, Peter Mair puso la mirada en el vacío que ha dejado la ruptura de la conexión entre ciudadanía y partidos. Las dinámicas comunicacionales hacen un aporte notable al reconfigurar esta tendencia con nuevas formas de personalización de la política y polarización afectiva.
Cinco tendencias dan cuenta de estas tensiones, que se observan de distintas formas en diferentes contextos:
(a) La personalización de los partidos (dicho coloquialmente, «líder fagocita aparato»). Esto no es nuevo, pero se ha acentuado. El líder aparece como un producto. Cada vez importa más la vida privada, cada vez surgen más candidaturas del espectáculo y el mundo de los medios, mientras la dimensión personal ocupa un espacio más relevante que las cuestiones programáticas. Donald Trump es un ejemplo paradigmático.
(b) La «dictadura de los sondeos» («el autogolpe», porque atenta contra los principios funcionales de los partidos y son los propios partidos los que se lo imponen). Esto produce una situación de «campaña permanente» que impide la elaboración de políticas y genera el efecto arrastre de estar mirando lo que la gente quiere, negando la función de liderazgo programático del partido y también la esencia de la discusión pública: inacabada e incompleta, para su mejor funcionamiento debe analizar opciones diferentes, todas con ventajas y desventajas. Conectar con el electorado es hacer trabajo de base, diagnosticar problemas y elaborar soluciones, no responder posicionándose de acuerdo con las encuestas.
(c) El mito asambleario y plebiscitario. Los movimientos sociales que surgieron en Europa al calor de la «primavera árabe», el 15-m español u Occupy Wall Street pensaron que podían construir otro tipo de colectivos, que era posible organizar el gobierno sin partidos. No sobrevivieron o se convirtieron en partidos… La expectativa de generar nuevas estructuras horizontales para la toma de decisiones, prescindiendo de los intermediarios, pasa por alto que factores sociales, políticos y socioculturales no hacen viable esta opción. No solo ocurre que las elecciones siguen siendo el principal procedimiento para la distribución del poder político nominal y que todos sus procedimientos distan de la horizontalidad y de la nivelación del acceso, sino que también la misma idea niega o ignora otra serie de intermediaciones que operan en cualquier proceso de toma de decisiones y que juegan un rol (las capacidades retóricas, los conocimientos, el carisma, etc.). Presupone que la ciudadanía desea participar constantemente en política, algo que todas las evidencias desmienten. Ignora que cualquier cambio institucional solo puede ser promovido por aquellos a quienes esa expectativa de cambio en buena medida desprecia (los actores con poder en las instituciones, blanco de la antipolítica).
(d) Las emociones como estrategia. La «polarización afectiva» apela a las emociones para dividir, crea cortinas de humo con consignas abstractas y confusas como la que se otorga en estos tiempos a la «libertad» frente al «comunismo». Esto también erosiona a los partidos, porque tiende a ubicarlos como titulares de la verdad y no de un punto de vista particular, y promueve la negación de la legitimidad a los otros, impugnando, en definitiva, el pluralismo indispensable para el funcionamiento de la democracia.
(e) La «turbopolítica». La agenda de los medios se impone por sobre la agenda pública. Asistimos a una presencia constante en los medios, a un posicionamiento inmediato de los políticos y a una sobreexposición de la vida privada. Pero una buena definición de políticas públicas no se puede organizar desde las trincheras ideológicas o emotivas, sino desde los diagnósticos, el debate de opciones y la articulación de acuerdos. Cuanto más se necesita de reflexión y diálogo, más prisa y división se observa, un elemento adicional que muestra que los partidos políticos no son capaces de resolver los retos del sistema.
Cambiar los incentivos, pero de verdad
Los partidos no han muerto, pero no son capaces de cumplir con eficacia las funciones que justifican su existencia. No han sido reemplazados y no hay en este momento ninguna alternativa que aparezca como viable para su reemplazo, pero sí las hay para complementarlos y modificar los incentivos perversos que enfrentan. Queda claro que los partidos se mantienen a costa de erosionar cada vez más sus funciones. Las dinámicas de la competencia electoral, ya no solo en tiempos de campaña, socavan el rol de los partidos en tanto partes de un engranaje cuyo buen funcionamiento requiere cooperación. No se trata de cuánta diversidad ideológica pueda tolerar y/o canalizar un sistema político, sino del predominio de estrategias orientadas a acceder al poder y mantenerlo, con las luces muy cortas, descuidando la gestión de los asuntos públicos y la búsqueda del bienestar colectivo.
En este marco, es posible introducir una serie de mecanismos con un papel de control y ampliación de la agenda pública. Se trata de referendos obligatorios para ratificar reformas constitucionales o acuerdos políticos fundamentales para el país (por ejemplo, para casos de renegociación de deuda externa o de inversiones de alto impacto medioambiental), iniciativas ciudadanas (por ejemplo, para realizar propuestas constitucionales) y referendos derogatorios (que permiten someter a voto y eventualmente derogar leyes aprobadas por el Parlamento).
Lejos de suponer que no se ha hecho nada, ha habido una sucesión de reformas de los partidos orientadas a su democratización y apertura (diversas formas de primarias alentadas por el Estado, reformas orientadas a la lucha contra la corrupción, incorporación de segundas vueltas electorales, candidaturas independientes, entre muchas otras), como también a la incorporación de mecanismos de participación de la ciudadanía en la definición de asuntos públicos10. Sin embargo, a grandes rasgos y con contadas excepciones, estos mecanismos han dado pocos frutos o han funcionado de forma opuesta a la esperada (con referendos que han empoderado a los poderosos en lugar de a los más vulnerables, o reformas a la regulación del sistema de partidos que lo han debilitado aún más y no han mejorado la representación). En lo que hace a los referendos, en general estos no han permitido canalizar demandas ciudadanas porque o bien la regulación no habilita a la ciudadanía a activarlos (Panamá, Argentina, Chile, Brasil), o lo hace pero estableciendo controles y exclusiones o dificultosos procedimientos que no permiten una activación efectiva (Costa Rica, Ecuador, México, Colombia, Perú). Los procedimientos para activar iniciativas ciudadanas a menudo no están claros o no son automáticos (en ocasiones se requiere la aprobación del Congreso, lo que altera sustancialmente su carácter y los convierte en mecanismos mediados por una aprobación que no es procedimental sino política).
Mientras que los presidentes promueven plebiscitos con cierta frecuencia, las iniciativas ciudadanas tienen escaso éxito. Esto ha ocurrido fundamentalmente por falta de voluntad política (gobernantes que se saltan las reglas, como lo hicieron Andrés Manuel López Obrador con las consultas informales de 2018 o Evo Morales al volver a postularse a la reelección pese a los resultados contrarios del referéndum de febrero de 2016), por bloqueos indebidos derivados del mal funcionamiento o cooptación de las instituciones de control (los dos intentos frustrados de activar la revocatoria contra Nicolás Maduro en Venezuela, en 2016 y 2021, dan cuenta de esto) o por problemas en la regulación (diseños institucionales inadecuados que hacen imposible o inútil la activación). Cuando los han activado las autoridades, no se han dado en marcos que alienten la adecuada información de la opinión pública (plebiscito por la paz en Colombia en 2016, consultas de 2018 en Perú y Ecuador). Es común observar la falta de garantías jurídicas por deficiencias procedimentales (los intentos de activación por firmas en Ecuador) o por abierta manipulación de las reglas (México en 2018). Esto se traslada a la inadecuada implementación de resultados y a la postre proyecta la imagen de mecanismos que, lejos de complementar la democracia representativa, operan como elementos que erosionan la confianza en el sistema.
No se trata de inventar configuraciones utópicas, sino de poner el foco en la necesidad de reencauzar un debate político descarrilado en su objetivo de buscar el bien común y canalizar una insatisfacción de la ciudadanía con el sistema político. Uruguay y Suiza (sin idealizar ni subestimar los déficits y retos que ambos países enfrentan) ofrecen una configuración en la que surge un mejor equilibrio entre partidos políticos y ciudadanía. Quienes quieran movilizarse para intervenir en la definición de los asuntos públicos cuentan con procedimientos –garantizados por la ley y respetados por los actores con poder– para ponerlos en marcha11.
La agenda de reformas está sobre la mesa. Hay otras que también podrían comenzar a pensarse. Se podrían convocar asambleas ciudadanas sorteadas para discutir leyes de educación o salud y desarrollar propuestas que logren acuerdos amplios que trasciendan a los partidos, que podrían entrar al debate parlamentario y ser votadas en referéndum (con votación entre varias alternativas, la de la asamblea, la parlamentaria, alguna que pueda ser promovida por iniciativa ciudadana o de los partidos). La «despartidización» de las instituciones de contrapeso también puede avanzar, por ejemplo, en el ámbito de los tribunales constitucionales, con jueces sorteados. La idea es simple: se podría hacer un concurso entre las personas que hayan acreditado las capacidades requeridas para el desempeño del cargo. Esto daría oportunidades a personas altamente capacitadas, pero sin apoyo político-partidario. La combinación de estas fórmulas podría generar nuevas dinámicas y, sobre todo, recuperar el valor de la política y el debate en la toma de decisiones. No existen fórmulas mágicas, pero sí vías más firmes para sostener la democracia, fortalecer la gobernabilidad y generar incentivos para que las organizaciones de la sociedad civil puedan hacer también su contribución. Mejorar la calidad de la representación articulándola con la participación no es solo cuestión de mejorar el discurso político, sino también de producir mejores resultados.-
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Sin partidos no hay democracia, pero la democracia de partidos muestra un funcionamiento cada vez más deficitario en sus niveles fundamentales: los partidos están fallando en su capacidad programática y de gestión, la de generar e implementar soluciones adecuadas; y están fallando también en su capacidad de representar a la ciudadanía y dar sentido a la democracia sosteniendo la legitimidad del sistema. Esto ocurre porque en las democracias del siglo xxi los partidos enfrentan incentivos perversos que los orientan a buscar el poder a costa de atacar a sus adversarios convertidos en enemigos. En campaña electoral, la disputa política se aborda como si se tratara de un campo de batalla en el cual la misma supervivencia de la nación o de los valores democráticos estuviera en juego de forma constante. Una vez en el gobierno, las oposiciones tienen pocos incentivos para cogobernar o acompañar la gestión y muchos más para erosionarla y así crear las bases para su posterior acceso al poder. Se repite entonces la dinámica de campaña, lo que genera un intercambio agresivo que va dividiendo al electorado en alineados (quienes se ubican a un lado y otro de la grieta, por usar un término argentino), ausentes (abstencionistas y/o desencantados, quienes consideran que da lo mismo y que la política no tiene valor para transformar cosas) y apocalípticos exaltados (quienes comienzan a adherir a salidas autoritarias y/o antipolíticas expresadas desde la crispación máxima).
En un plano sistémico, la democracia, en la teoría y en la práctica, funciona cuando están bien aceitados los canales que conectan la representación y la participación, porque esto cohesiona la comunidad política y mejora las respuestas a las demandas ciudadanas. El conflicto no puede (ni debe) eliminarse, sino canalizarse democráticamente. Aunque el contrato social sea un mito fundante, la adhesión a la comunidad política se basa en una mínima percepción de beneficio y también de justicia. El declive de la función de los partidos erosiona su capacidad de (a) legitimar el sistema, (b) elaborar políticas públicas adecuadas y (c) implementarlas. Y cuando las instituciones son percibidas como injustas, pierden efectividad en lograr sus objetivos. En su análisis de Chile, Guillermo Larraín lo resume así: «¿Por qué pagar impuestos si el Estado es ineficiente y corrupto? ¿Por qué adherir a leyes hechas para favorecer sistemáticamente a las mismas personas? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos si la violencia recae con demasiada frecuencia en las mismas personas?»1. Los partidos de gobierno y los principales referentes de la oposición tienen responsabilidad en que estas percepciones tengan cada vez mayor peso en Chile y en el continente.
La representación es central en sociedades complejas como las contemporáneas, porque mantiene en marcha el andamiaje que procesa las demandas ciudadanas y ofrece soluciones. El problema es que nada de eso funciona bien. ¿Por qué? Porque los partidos privilegian uno de sus objetivos fundamentales –conseguir el poder– y desplazan los otros –elaborar, sostener, defender e implementar programas desde el liderazgo y el enraizamiento en la sociedad–. No es una cuestión de lucha entre buenos y malos (puede serlo, pero ese debate resulta poco productivo para transformar el estado de cosas), sino una cuestión de incentivos.
El sistema político y las dinámicas comunicacionales contemporáneas han generado incentivos perversos. Ahora bien, ¿se puede hacer algo, además de lamentar amargamente el crecimiento del «populismo» y las opciones autoritarias, la abstención creciente y el aumento de las desigualdades y las frustraciones ciudadanas? Aquí argumentaremos que sí, centrándonos en un elemento que no resuelve todos los problemas, pero que puede destrabar el bloqueo en que se halla inserto el sistema político: la introducción de mecanismos de democracia directa en manos de la ciudadanía o de activación obligatoria, con capacidad de incidencia, efectivos, que permitan acortar las distancias entre representantes y representados, la rendición de cuentas y el debate de ideas. No es naíf ni mucho menos suicida. Así como en Chile el plebiscito constitucional abrió canales institucionales para buscar nuevas respuestas en una situación excepcional, en situaciones de normalidad los referendos activados por ley o por recolección de firmas podrían cambiar radicalmente el marco del debate y los incentivos que movilizan o desmovilizan a los diferentes actores. Con ello no propiciamos ni visualizamos una situación de participación permanente. De lo que se trata es de incorporar al sistema un actor con poder de veto. Su sola posibilidad (cuando puede hacerse efectiva) cambia las reglas del juego, acerca preferencias y obliga al diálogo.
La participación de la ciudadanía es fundante
No hay democracia sin un aval explícito de la ciudadanía. La participación en elecciones ha sido el mecanismo predominante para expresar este aval, pero hay todo un conjunto de procedimientos que también podrían hacer su contribución pese a haber quedado relegados a un segundo plano. El formato adquirido por la representación –a grandes rasgos, una autoridad electa, a diferencia de una que actúe como delegada, tiene discrecionalidad para tomar decisiones buscando representar al conjunto de votantes y no solo a quienes la eligieron– otorga márgenes amplios de discrecionalidad que ponen la primera piedra en la distancia que separa a representantes y representados. Campañas que se convierten en una carrera desenfrenada de promesas a todas luces incumplibles hacen también su contribución al descrédito de la democracia representativa. Luego, y con mayor importancia para el argumento, una vez en el gobierno, la oposición orientada a conseguir el poder no tiene incentivos para cooperar en función del bien común sino para torpedear la acción de gobierno con la expectativa de conseguir el poder. La ciudadanía asiste a la escena como convidada de piedra, hasta los siguientes comicios.
El electoralismo que guía la acción política es cada vez más la regla. Si cuestiones tan relevantes como un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (fmi) en Argentina o la licitación del litio en Chile debieran ser ratificadas por la ciudadanía en un referéndum, los partidos tendrían que fortalecer sus argumentos y defender ante la población las razones de fondo a favor o en contra; posteriormente, los costos de la acción colectiva, igual que sus potenciales beneficios, se distribuirían de otro modo, disminuyendo la centralidad de los partidos. La ciudadanía también recibiría otros incentivos para intervenir en política. No se trata entonces de aceitar solo el aval que la democracia representativa requiere, sino también la capacidad de intervención de los ciudadanos.
Las resistencias a dejar en manos de la población la toma de decisiones trascendentales no son nuevas. «La gente no está preparada para tomar decisiones de envergadura», «se dejaría seducir por líderes autoritarios», «solucionar el problema de legitimidad podría poner en serio riesgo la efectividad de las políticas públicas»: estos son argumentos corrientes. Albert Hirschman propuso unas tesis que caracterizarían la retórica reaccionaria o de la intransigencia que se habrían manifestado en distintos momentos históricos y que explican la férrea resistencia a defender el statu quo frente a la sola posibilidad del cambio: la tesis de la perversidad, que propone que los efectos de una reforma empeorarán cualquier aspecto –social, político o económico– que esta busque solucionar; la tesis de la futilidad, que señala que cualquier reforma tendrá un efecto nulo o mínimo y, por tanto, es sencillamente cosmética; y la tesis del riesgo, más sutil, que propone que los costos de una reforma pueden ser tan altos como para poner en peligro otros logros precedentes2. Con inspiración en estas reflexiones, no se trata aquí de defender de manera acrítica o descontextualizada una participación ciudadana directa total (imposible e incluso indeseable)3, sino de su incorporación al sistema político democrático como un avance orientado a cambiar los incentivos que el debate político actual enfrenta.
¿Cómo analizar los sistemas de partidos?
La institucionalización del sistema de partidos ha sido reconocida como un prerrequisito clave para la consolidación de la democracia en los Estados que enfrentan transiciones postautoritarias, y también como un factor importante para garantizar la calidad de la gobernabilidad democrática en las democracias más consolidadas4. La institucionalización se evalúa a menudo mediante una lista de condiciones, como la estabilidad de los partidos y de los patrones de competencia entre ellos; el arraigo, basado en el supuesto de que los partidos más importantes deberían tener un anclaje relativamente estable en la sociedad (sus bases electorales); la legitimidad de los partidos y del proceso electoral otorgada por las elites políticas, que basan su comportamiento en la expectativa de que las elecciones serán la vía principal para gobernar; y, por último, la autonomía de los partidos, en la medida en que estos adquieren valor por sí mismos y un estatus independiente, es decir, son autónomos con respecto a los líderes o las organizaciones que los hayan creado para servir a sus fines5. Las situaciones son variadas. Mientras que en países como Perú todos estos elementos se han venido debilitando y algunos prácticamente han desaparecido, en otros, como Uruguay o Argentina, muestran una vigencia significativa.
Hablar de los sistemas de partidos latinoamericanos tiene sus riesgos porque lo primero que salta a la vista y que registran muchos estudios es su diversidad6. Asumimos aquí este riesgo para identificar algunas tendencias. Los indicadores que dan cuenta de la crisis de los partidos y sus repercusiones en la declinante satisfacción, confianza y apoyo a la democracia son muchos y de larga data. Las democracias europeas lo habrían comenzado a experimentar ya en las décadas de 1960 y 1970 con el declive de las afiliaciones y el descenso de la participación electoral. Aquellos partidos formados sobre clivajes que dieron sentido a la construcción de identidades políticas de clase condujeron en las democracias europeas más longevas a acuerdos sociales fundantes del Estado de Bienestar. Los partidos socialdemócratas, que tenían sus bases electorales en un grupo relativamente homogéneo de trabajadores y articulaban su acción política con la labor de los sindicatos, impulsaron la ampliación de derechos laborales y las políticas de bienestar. Pero el mundo ha cambiado, las sociedades se han diversificado y el debate hoy es otro; agendas que no habían tenido mayor relevancia para el proyecto socialdemócrata han ganado peso –género, etnia, diversidades sexuales–.
En Europa y Estados Unidos, en la raíz de la creciente popularidad de los intereses de la extrema derecha está la ruptura de las expectativas de que las futuras generaciones vivirán mejor que las de sus padres. Puede sonar contradictorio, pero cuando cabía esperar que el crecimiento global de las desigualdades registrado desde la década de 1980 se tradujera en más demandas de redistribución, lo que se ha observado es un aumento sin precedentes del nacionalismo y las políticas de identidad. Y lo que es más sorprendente, esto está sucediendo en las democracias consolidadas de Europa y eeuu7. Pero quizás no deba sorprender tanto y más bien invita a revisar la relación esperada entre las ideas y los contextos, o en otras palabras, cabe entenderlo como una consecuencia de la relación no lineal y a menudo subestimada entre las condiciones socioeconómicas y la política.
En cualquier caso, la informalidad, las características de las elites económicas y políticas, y las de la formación del Estado alejaron a los partidos latinoamericanos de este patrón. Si bien la región se ha caracterizado históricamente por ser la más desigual del mundo, las primeras décadas del siglo xxi fueron también las del surgimiento de nuevos proyectos políticos tendientes a la redistribución económica, la inclusión social y el reconocimiento cultural (al menos en teoría, como sucedió con los gobiernos del llamado «giro a la izquierda» en sus inicios). Los resultados distaron mucho de los esperados en el plano económico-social y en el político (lejos del pacto, primó la polarización). Hay más, porque las diferencias entre las democracias consolidadas de Occidente y las nuevas y frágiles democracias latinoamericanas se evidencian desde el punto de partida: el pacto fundante del Estado de Bienestar en los países nórdicos, Alemania o Francia se basó en la institucionalización y el reconocimiento de adversarios políticos que se sentaron a la mesa de negociaciones. Esto no ocurrió en América Latina, donde en esas mismas décadas lo que predominaba como respuesta a las demandas sociales eran los golpes militares. En los países donde sí se avanzó en la construcción de Estados de Bienestar, esto fue a menudo producto de proyectos populistas, entre los que el peronismo es una experiencia emblemática. Emilio De Ípola y Juan Carlos Portantiero lo analizaban a comienzos de la década de 1980 señalando que el peronismo dio, por primera vez, un principio de identidad a la entidad pueblo, pero «las modalidades bajo las cuales el peronismo constituyó al sujeto político pueblo fueron tales que conllevaron necesariamente la subordinación/sometimiento de ese sujeto al sistema político instituido –al ‘principio general de dominación’, si se quiere–, encarnado para el caso en la figura que se erigía como su máxima autoridad: el líder»8. Es decir, se construye ciudadanía («pueblo») mientras se niegan el pluralismo democrático y la misma autonomía de ese pueblo. Es probable que la adopción de marcos funcionales para analizar otros contextos haya obstaculizado una comprensión más profunda de las limitaciones de origen de los sistemas de partidos latinoamericanos.
Los incentivos perversos que enfrentan los partidos
En su libro Ruling the Void [Gobernar el vacío]9, Peter Mair puso la mirada en el vacío que ha dejado la ruptura de la conexión entre ciudadanía y partidos. Las dinámicas comunicacionales hacen un aporte notable al reconfigurar esta tendencia con nuevas formas de personalización de la política y polarización afectiva.
Cinco tendencias dan cuenta de estas tensiones, que se observan de distintas formas en diferentes contextos:
(a) La personalización de los partidos (dicho coloquialmente, «líder fagocita aparato»). Esto no es nuevo, pero se ha acentuado. El líder aparece como un producto. Cada vez importa más la vida privada, cada vez surgen más candidaturas del espectáculo y el mundo de los medios, mientras la dimensión personal ocupa un espacio más relevante que las cuestiones programáticas. Donald Trump es un ejemplo paradigmático.
(b) La «dictadura de los sondeos» («el autogolpe», porque atenta contra los principios funcionales de los partidos y son los propios partidos los que se lo imponen). Esto produce una situación de «campaña permanente» que impide la elaboración de políticas y genera el efecto arrastre de estar mirando lo que la gente quiere, negando la función de liderazgo programático del partido y también la esencia de la discusión pública: inacabada e incompleta, para su mejor funcionamiento debe analizar opciones diferentes, todas con ventajas y desventajas. Conectar con el electorado es hacer trabajo de base, diagnosticar problemas y elaborar soluciones, no responder posicionándose de acuerdo con las encuestas.
(c) El mito asambleario y plebiscitario. Los movimientos sociales que surgieron en Europa al calor de la «primavera árabe», el 15-m español u Occupy Wall Street pensaron que podían construir otro tipo de colectivos, que era posible organizar el gobierno sin partidos. No sobrevivieron o se convirtieron en partidos… La expectativa de generar nuevas estructuras horizontales para la toma de decisiones, prescindiendo de los intermediarios, pasa por alto que factores sociales, políticos y socioculturales no hacen viable esta opción. No solo ocurre que las elecciones siguen siendo el principal procedimiento para la distribución del poder político nominal y que todos sus procedimientos distan de la horizontalidad y de la nivelación del acceso, sino que también la misma idea niega o ignora otra serie de intermediaciones que operan en cualquier proceso de toma de decisiones y que juegan un rol (las capacidades retóricas, los conocimientos, el carisma, etc.). Presupone que la ciudadanía desea participar constantemente en política, algo que todas las evidencias desmienten. Ignora que cualquier cambio institucional solo puede ser promovido por aquellos a quienes esa expectativa de cambio en buena medida desprecia (los actores con poder en las instituciones, blanco de la antipolítica).
(d) Las emociones como estrategia. La «polarización afectiva» apela a las emociones para dividir, crea cortinas de humo con consignas abstractas y confusas como la que se otorga en estos tiempos a la «libertad» frente al «comunismo». Esto también erosiona a los partidos, porque tiende a ubicarlos como titulares de la verdad y no de un punto de vista particular, y promueve la negación de la legitimidad a los otros, impugnando, en definitiva, el pluralismo indispensable para el funcionamiento de la democracia.
(e) La «turbopolítica». La agenda de los medios se impone por sobre la agenda pública. Asistimos a una presencia constante en los medios, a un posicionamiento inmediato de los políticos y a una sobreexposición de la vida privada. Pero una buena definición de políticas públicas no se puede organizar desde las trincheras ideológicas o emotivas, sino desde los diagnósticos, el debate de opciones y la articulación de acuerdos. Cuanto más se necesita de reflexión y diálogo, más prisa y división se observa, un elemento adicional que muestra que los partidos políticos no son capaces de resolver los retos del sistema.
Cambiar los incentivos, pero de verdad
Los partidos no han muerto, pero no son capaces de cumplir con eficacia las funciones que justifican su existencia. No han sido reemplazados y no hay en este momento ninguna alternativa que aparezca como viable para su reemplazo, pero sí las hay para complementarlos y modificar los incentivos perversos que enfrentan. Queda claro que los partidos se mantienen a costa de erosionar cada vez más sus funciones. Las dinámicas de la competencia electoral, ya no solo en tiempos de campaña, socavan el rol de los partidos en tanto partes de un engranaje cuyo buen funcionamiento requiere cooperación. No se trata de cuánta diversidad ideológica pueda tolerar y/o canalizar un sistema político, sino del predominio de estrategias orientadas a acceder al poder y mantenerlo, con las luces muy cortas, descuidando la gestión de los asuntos públicos y la búsqueda del bienestar colectivo.
En este marco, es posible introducir una serie de mecanismos con un papel de control y ampliación de la agenda pública. Se trata de referendos obligatorios para ratificar reformas constitucionales o acuerdos políticos fundamentales para el país (por ejemplo, para casos de renegociación de deuda externa o de inversiones de alto impacto medioambiental), iniciativas ciudadanas (por ejemplo, para realizar propuestas constitucionales) y referendos derogatorios (que permiten someter a voto y eventualmente derogar leyes aprobadas por el Parlamento).
Lejos de suponer que no se ha hecho nada, ha habido una sucesión de reformas de los partidos orientadas a su democratización y apertura (diversas formas de primarias alentadas por el Estado, reformas orientadas a la lucha contra la corrupción, incorporación de segundas vueltas electorales, candidaturas independientes, entre muchas otras), como también a la incorporación de mecanismos de participación de la ciudadanía en la definición de asuntos públicos10. Sin embargo, a grandes rasgos y con contadas excepciones, estos mecanismos han dado pocos frutos o han funcionado de forma opuesta a la esperada (con referendos que han empoderado a los poderosos en lugar de a los más vulnerables, o reformas a la regulación del sistema de partidos que lo han debilitado aún más y no han mejorado la representación). En lo que hace a los referendos, en general estos no han permitido canalizar demandas ciudadanas porque o bien la regulación no habilita a la ciudadanía a activarlos (Panamá, Argentina, Chile, Brasil), o lo hace pero estableciendo controles y exclusiones o dificultosos procedimientos que no permiten una activación efectiva (Costa Rica, Ecuador, México, Colombia, Perú). Los procedimientos para activar iniciativas ciudadanas a menudo no están claros o no son automáticos (en ocasiones se requiere la aprobación del Congreso, lo que altera sustancialmente su carácter y los convierte en mecanismos mediados por una aprobación que no es procedimental sino política).
Mientras que los presidentes promueven plebiscitos con cierta frecuencia, las iniciativas ciudadanas tienen escaso éxito. Esto ha ocurrido fundamentalmente por falta de voluntad política (gobernantes que se saltan las reglas, como lo hicieron Andrés Manuel López Obrador con las consultas informales de 2018 o Evo Morales al volver a postularse a la reelección pese a los resultados contrarios del referéndum de febrero de 2016), por bloqueos indebidos derivados del mal funcionamiento o cooptación de las instituciones de control (los dos intentos frustrados de activar la revocatoria contra Nicolás Maduro en Venezuela, en 2016 y 2021, dan cuenta de esto) o por problemas en la regulación (diseños institucionales inadecuados que hacen imposible o inútil la activación). Cuando los han activado las autoridades, no se han dado en marcos que alienten la adecuada información de la opinión pública (plebiscito por la paz en Colombia en 2016, consultas de 2018 en Perú y Ecuador). Es común observar la falta de garantías jurídicas por deficiencias procedimentales (los intentos de activación por firmas en Ecuador) o por abierta manipulación de las reglas (México en 2018). Esto se traslada a la inadecuada implementación de resultados y a la postre proyecta la imagen de mecanismos que, lejos de complementar la democracia representativa, operan como elementos que erosionan la confianza en el sistema.
No se trata de inventar configuraciones utópicas, sino de poner el foco en la necesidad de reencauzar un debate político descarrilado en su objetivo de buscar el bien común y canalizar una insatisfacción de la ciudadanía con el sistema político. Uruguay y Suiza (sin idealizar ni subestimar los déficits y retos que ambos países enfrentan) ofrecen una configuración en la que surge un mejor equilibrio entre partidos políticos y ciudadanía. Quienes quieran movilizarse para intervenir en la definición de los asuntos públicos cuentan con procedimientos –garantizados por la ley y respetados por los actores con poder– para ponerlos en marcha11.
La agenda de reformas está sobre la mesa. Hay otras que también podrían comenzar a pensarse. Se podrían convocar asambleas ciudadanas sorteadas para discutir leyes de educación o salud y desarrollar propuestas que logren acuerdos amplios que trasciendan a los partidos, que podrían entrar al debate parlamentario y ser votadas en referéndum (con votación entre varias alternativas, la de la asamblea, la parlamentaria, alguna que pueda ser promovida por iniciativa ciudadana o de los partidos). La «despartidización» de las instituciones de contrapeso también puede avanzar, por ejemplo, en el ámbito de los tribunales constitucionales, con jueces sorteados. La idea es simple: se podría hacer un concurso entre las personas que hayan acreditado las capacidades requeridas para el desempeño del cargo. Esto daría oportunidades a personas altamente capacitadas, pero sin apoyo político-partidario. La combinación de estas fórmulas podría generar nuevas dinámicas y, sobre todo, recuperar el valor de la política y el debate en la toma de decisiones. No existen fórmulas mágicas, pero sí vías más firmes para sostener la democracia, fortalecer la gobernabilidad y generar incentivos para que las organizaciones de la sociedad civil puedan hacer también su contribución. Mejorar la calidad de la representación articulándola con la participación no es solo cuestión de mejorar el discurso político, sino también de producir mejores resultados.
(*) Profesora Investigadora Centro de Investigación para la Democracia Directa (C2D)
Universidad de Zurich, Suiza
@welpita