Conferencia inaugural del ciclo académico de las carreras de Sociología y Antropología del Instituto de Altos Estudios Sociales, de la Universidad Nacional de San Martín, Argentina, 30 de marzo de 2020.
Texto de la conferencia que no se dio.
Álvaro García Linera (*)
Hemos entrado en tiempos paradójicos propios de una sociedad mundial en transición. Tiempos de inestabilidad generalizada en la que los horizontes compartidos se diluyen y nadie sabe si lo que viene mañana es la repetición de lo de ahora, o un nuevo orden social más preocupado por el bienestar de las personas… o el abismo. La angustiosa contingencia del porvenir es la única certidumbre.
Y es que ahora no estamos ante los azares regulares de la cotidianidad, como por ejemplo, cuando tomábamos un metro para dirigirnos al trabajo y no podíamos prever con quiénes nos encontraríamos en el vagón o si llegaríamos a tiempo. La incertidumbre actual es más profunda, es de destino, porque uno no sabe en realidad cuándo volverá a tomar el metro, si tendrá trabajo al cual dirigirse o, llegado el extremo, si estaremos vivos para entonces. Lo de hoy es pues un derrumbe absoluto del horizonte de las sociedades en la que la aleatoriedad del porvenir es de tal naturaleza que todo lo imaginable, incluida la nada, pudiera suceder.
Un diminuto virus de entre los cientos de miles que existen está llevando a que más de 2.600 millones de personas suspendan sus actividades regulares, que una gran parte de los trabajos con los que la gente reproduce sus condiciones de existencia esté paralizada, y que los gobiernos implementen estados de excepción sobre la posibilidad de desplazarse y agruparse. Un pánico global se ha apoderado de los medios de comunicación y una niebla de sospecha sobre el otro cercano, portador de la enfermedad, quiere encumbrarse en el espíritu de la época.
Las imposturas de la globalización
Y lo paradójico resulta del hecho que en momentos de exaltación de la globalización de los mercados financieros, de las cadenas de suministros, de la cultura de masas y de las redes, el principal cuidado que se despliegue ante una enfermedad globalizada sea el aislamiento individual. Es como una confesión de derrota de esos mercados globales y sus sacerdotes ante la necesaria persistencia de los Estados, la sanidad pública y las familias como núcleos imprescindibles de socialidad y protección. De ahí que resulte hasta grotesco ver a los profetas del libre comercio y del “Estado mínimo” que ayer exigían derribar las fronteras nacionales y deshacerse de los “costosos” sistemas de derechos sociales (salud, educación, jubilación y otros), salir ahora a aplaudir el cierre profiláctico de las fronteras y exigirle al Estado medidas más drásticas para atender a los ciudadanos y reactivar las economías nacionales.
Que la euforia globalizadora como destino final de la humanidad solo se aferre al encierro individual y que la única organización política prevaleciente ante la emergencia de una enfermedad global, resultante del propio curso de la globalización, solo sea el Estado, habla de una farsa sin atenuantes. Algo anda mal en esa paradoja: o bien la globalización como proyecto político-económico fue y es una estafa colectiva para el rédito de pocos o bien las sociedades aún no comprenden las “virtudes” del mundo global, lo que equivale a decir a si la realidad no se acomoda a la retórica, la que está fallando es la realidad y no la retórica sobre esa realidad. La verdad es que no hay respuesta globalizada a un drama global y ahí ya existe una sentencia histórica sobre una época aciaga.
Se trata en definitiva de un descomunal fracaso de la globalización tal como hasta ahora se la ha construido y, sobre todo, del discurso político que la acompañó y de las ideologías normativas que la secundaron.
Claro, si se globalizan los mercados de acciones, pero no la protección social; si se globalizan las cadenas de suministros, pero no el libre desplazamiento de las personas; si se globalizan las redes sociales, pero no los salarios ni las oportunidades, entonces la globalización es más una coartada de unos cuantos países, de unas cuantas personas para imponer su dominio, su poder y su cultura, que una verdadera integración universal de los logros humanos en beneficio de todos.
Se trata de una manera mutilada de globalizar la sociedad que, al tiempo de generar más desigualdades e injusticias, debilita los mecanismos de protección y cuidado creados a lo largo de décadas por los diferentes Estados nacionales.
Hoy vemos que los mercados financieros no curan enfermedades globales, solo intensifican sus efectos en los más débiles; hoy vemos que el libre comercio ha llevado a un retroceso en las condiciones de igualdad similares a las de inicios del siglo XX. Según Piketty, el 1 % de los más ricos de Estados Unidos, quienes el año 1975 llegaron a concentrar el 20 % de la propiedad del total de los activos inmobiliarios, profesionales y financieros, al año 2018 han aumentado su participación hasta en un 40 %, similar al año 1920; hoy sabemos que ninguna institución global tiene la más mínima posibilidad de cohesionar las voluntades sociales para enfrentar las adversidades globales, en cambio el Estado sí lo viene logrando. Es como si la “mano invisible” de Smith no solo fuese inservible para los cuidados de la humanidad, sino más peligrosa que la propia pandemia. Y es que la globalización hasta ahora funciona como un modo de acrecentar ganancias privadas de las empresas grandes del mundo, en contraparte es inútil para promover la protección de las personas.
La actual epidemia no es la primera de carácter global. Ya se han presentado otras desde el inicio del mercado mundial a principios del siglo XVI, durante la colonización de América cuando la viruela redujo entre el 70 y 80 % de la población originaria; luego, en distintos lugares del planeta las infecciones del cólera, de la gripe rusa en el siglo XIX, la gripe española, la gripe aviar, el VIH, recientemente el SARS 1, H1N1 y demás.
Las enfermedades globales emergen de los modos de subsunción formal y real de la naturaleza viva a la racionalidad de la producción mercantil que fracturan los procesos, regulados en la transmisión de enfermedades entre distintas especies animales. Subsunción formal, cuando se presiona a la pequeña economía agraria a internarse cada vez más en bosques y áreas ecológicamente autosostenibles para mercantilizar la flora y la fauna; subsunción real, cuando la producción plenamente capitalista impone ilimitadamente en los bosques modos de trabajo agrícolas extensivos articulados a los mercados de los commodities. En ambos casos la interface entre la vida silvestre y los seres humanos que se regulaba gradualmente durante décadas y siglos a través de la difusión en pequeñas comunidades, ahora se comprime en días o semanas en gigantescos conglomerados humanos, estallando en contagios fulminantes, masivos y devastadores.
Detrás de cada pandemia está una manera de definir la riqueza social como ilimitada acumulación privada de dinero y bienes materiales y que, por tanto, convierte a la naturaleza, con sus componentes de seres vivos e inanimados, en una simple masa de materia prima susceptible de ser procesada, depredada y financiarizada. Es un modo enceguecido de producir cada vez más dinero, pero impotente para producir un modo global para proteger a las personas y mucho menos a la naturaleza. El resultado es un orden dominante de sociedad que no comprende que su compulsiva manera de devorar la naturaleza en el altar de la ganancia es una manera de devorarse a sí misma.
Que los mercados y las instituciones globales ahora se escuden detrás de las legitimidades estatales para intentar contener los demonios destructivos que esta forma de globalización ha desatado es la constatación de un doble fracaso: de las instituciones globales para proponer factibles respuestas globales para proteger la salud de las personas de todos los países; y de los mercados globales para impedir el descalabro económico mundial acelerado por la pandemia.
Al estancamiento económico de los últimos años ahora le sigue la recesión global, es decir, un decrecimiento de las economías locales que va a llevar a un cierre viral de empresas, al despido de millones de trabajadores, a la destrucción del ahorro familiar, al aumento de la pobreza y el sufrimiento social. Y nuevamente los sacerdotes de la globalización, insuflados en su mezquindad, se cruzan de brazos a la espera de que los Estados nacionales gasten sus últimas reservas, hipotequen el futuro de al menos dos generaciones para contener el enojo popular y atemperar el desastre que los arquitectos de la globalización han ocasionado.
Cuando la pujanza global era evidente, ella tenía muchos padres, cada cual más enardecido respecto a la fingida superioridad histórica del libre mercado. Y ahora que la recesión mundial asoma las orejas, ella se presenta como huérfana y sin responsables. Y tendrá que ser el vapuleado Estado el que intente salir al frente para atenuar los terribles costos sociales de una orgía económica de pocos.
Regreso del Estado
Ciertamente asistimos y asistiremos a una revalorización general del Estado, tanto en su función social-protectiva, como económica financiera. Ante las nuevas enfermedades globales, pánicos sociales y recesiones económicas, solo el Estado tiene capacidad organizativa y la legitimidad social como para poder defender a los ciudadanos.
Estamos ante un momento de regresión colectiva a los miedos sociales que, a decir de Elías, son los fundamentos de las construcciones estatales. Pero por ahora solo el Estado, bajo su forma integral gramsciana de aparato administrativo y sociedad civil politizada y organizada, puede orientar voluntades sociales hacia acciones comunes y sacrificios compartidos que van a requerir las políticas públicas de cuidado ante la pandemia y la recesión económica.
Bajo estas circunstancias, el Estado aparece como una comunidad de protección ante los riesgos de muerte y crisis económica. Y si bien es cierto que el destino de muchos ha de depender de la decisión de pocos que monopolizan las decisiones estatales, y por eso Marx hablaba de una “comunidad ilusoria”, estas decisiones habrán de ser efectivas para crear un cuerpo colectivo unificado en su determinación de sobreponerse a la adversidad siempre y cuando logre dialogar con las esperanzas profundas de las clases subalternas.
Incluso la recesión global halla en el Estado nacional a la única realidad social capaz de reorganizar la flecha temporal del flujo de la riqueza de las naciones para adelantar hoy a todos lo que se producirá mañana, a fin de dar un empujón a los ingresos laborales, al consumo interno, a la generación estatal de empleo y al crédito productivo.
Cuánto durará este re-torno al Estado, es difícil saberlo. Lo que sí está claro es que por un largo tiempo ni las plataformas globales, ni los medios de comunicación, ni los mercados financieros ni los dueños de las grandes corporaciones tienen la capacidad de articular asociatividad y compromiso moral similar a los Estados. Que esto signifique un regreso a idénticas formas de estado de bienestar o desarrollista de décadas atrás no es posible porque existe unas interdependencias técnico económicas que ya no pueden dar marcha atrás para erigir sociedades autocentradas en el mercado interno y el asalariamiento regular. Pero, sin Estado social preocupado por el cuidado de las condiciones de vida de las poblaciones seguiremos condenados a repetir estos descalabros globales que agrietan brutalmente a las sociedades y las dejan al borde del precipicio histórico.
Las formas emergentes de Estado tendrán que combinar una revalorización del mercado interno, la protección social ampliada a asalariados, no asalariados y formas híbridas de trabajo autónomo, profundas políticas de democratización de la propiedad y las decisiones sobre el futuro, con la articulación controlada de las distintas cadenas de suministros mundiales, la fiscalización radical de los flujos financieros e inmediatas acciones de protección del medioambiente planetario.
Ahora, otra de las paradojas del tiempo de bifurcación aleatoria como el actual es el riesgo de un regreso pervertido del Estado bajo la forma de keynesianismos invertidos y de un totalitarismo del big data como novísima tecnología de contención de las clases peligrosas. Si el regreso del Estado es para utilizar dinero público, es decir, de todos, para sostener las tasas de rentabilidad de unos pocos propietarios de grandes corporaciones no estamos ante un Estado social protector, sino patrimonializado por una aristocracia de los negocios, como ya sucedió durante todo el periodo neoliberal que nos ha llevado a este momento de descalabro societal.
Y si el uso del big data es irradiado desde el cuidado médico de la sociedad a la contrainsurgencia social, estaremos ante una nueva fase de la biopolítica devenida ahora en data-política, que de la gestión disciplinaria de la vida en fábricas, centros de reclusión y sistemas de salud pública pasa al control algorítmico de la totalidad de los actos de vida, comenzando por la historia de sus desplazamientos, de sus relaciones, de sus elecciones personales, de sus gustos, de sus pensamientos y hasta de sus probables acciones futuras, convertido ahora en datos de algún algoritmo que “mide” la “peligrosidad” de las personas; hoy peligrosidad médica; mañana peligrosidad cultural; pasado mañana peligrosidad política.
La irreductibilidad del cuerpo
La realidad es que el cuerpo, los trazos del cuerpo en el espacio-tiempo social siempre han sido el obsesivo destino de todas las relaciones de poder y hoy lo es de manera absoluta. Decía Valery, en uno de sus diálogos, que lo más profundo de las personas es la piel y no se equivocaba. En la piel del cuerpo están grabados los códigos de la sociedad y por eso lo que más se extraña en el encierro es el encuentro de cuerpos, la acción de los cuerpos cercanos, el lenguaje de los cuerpos que nos hablan y nos educan sin tomar conciencia de ello.
Así pues, pareciera que también estamos enterrando en la angustia del encierro la cara tecnicista de la utopía liberal del individualismo autosuficiente que pretendía sustituir la realidad social por la realidad virtual. Es que los cuerpos, sus interacciones son y seguirán siendo imprescindibles para la creación de sociedad y de humanidad. Ahora sabemos que los empleos virtuales, el “teletrabajo”, importantes y en aumento, no son el modo predominante de la generación de riqueza de las naciones; que la fuerza de trabajo es siempre una composición de esfuerzo físico y mental; que las sociedades nacionales se paralizan si no hay actividad humana corporal interactuando con otras corporeidades. Es como si la piel y el cuerpo fueran fuerzas productivas de la sociedad en general y de las formas de comunidad en particular, comenzando por la familiar, nacional y mundial.
Un like en el Facebook es una convergencia cerrada de inclinaciones que no produce algo nuevo más que el incremento contable de adherencias anónimas. Una asamblea en cambio es una permanente construcción social-corporal de conocimientos prácticos y experiencias comunes.
El desasosiego y sensación de mutilación con las que la gente reacciona ante el necesario y temporal encierro revela que el cuerpo no es meramente un estorboso receptáculo de un cerebro capaz de dar el salto a la virtualidad absoluta. No, el cuerpo no es un cajón de neuronas organizadas; el cuerpo es la prolongación del cerebro en la misma medida que el cerebro es la prolongación del cuerpo y, por tanto, los mecanismos de conocimiento, de invención, de afectos y de acción social son actividades integrales de todo el cuerpo en su vinculación con otros cuerpos, con la humanidad entera y la naturaleza entera.
El cuerpo es, pues, un lugar privilegiado de conocimiento social y de producción de la sociedad.
Que los límites de la virtualidad global forzada saquen a la luz el valor de las experiencias del cuerpo es también otra de las paradojas del tiempo ambiguo. Y si bien es probable que de aquí a unos años esta experiencia angustiante sea olvidada, muchos saldrán a las calles con el cuello doblado hacia el celular, pero podrán hacerlo porque la gente está ahí, a la mano, interactuando con uno mismo, a través de las miradas y los gestos del cuerpo, aunque nuestra conciencia esté en el diálogo del wasap. Pero también es probable que la desesperación por el encuentro con los otros vuelva a manifestarse recurrentemente si es que no sabemos sacar ahora las lecciones de este tipo de globalización mezquina que no se preocupa ni por la gente común ni por la naturaleza en común; y quizá el pavor se convierta en un estado permanente de la convivencia social.
Los seres humanos somos seres globales por naturaleza y nos merecemos un tipo de globalización que vaya más allá de los mercados y los flujos financieros. Necesitamos una globalización de los conocimientos, del cuidado médico, del tránsito de las personas, de los salarios de los trabajadores, del cuidado de la naturaleza, de la igualdad entre mujeres y hombres, de los derechos de los pueblos indígenas, es decir, una globalización de la igualdad social en todos los terrenos de la vida, que es lo único que enriquece humanamente a todos. Mientras no acontezca eso, como tránsito a una globalización de los derechos sociales, es imprescindible un Estado social plebeyo que no solo proteja a la población más débil, que amplíe la sanidad pública, los derechos laborales y reconstruya metabolismos mutuamente vivificantes con la naturaleza; sino que además democratice crecientemente la riqueza material y el poder sobre ella, por tanto, también la política, el modo de tomar decisiones que deberán ir cada vez más de abajo hacia arriba y cada vez menos de arriba hacia abajo, en un tipo de Estado integral que permita ir irradiando la democrática asociatividad molecular de la sociedad sobre el propio Estado.
Universidad en tiempos de caos planetario
Finalmente, la universidad pública es parte del Estado; de hecho, es una de sus instituciones más importantes en la formación de las múltiples legitimidades estatales y no estatales: universaliza la educación regular, distribuye los bienes educativos en la sociedad, construye capilaridades para el surgimiento de nuevos oficios y, por sobre todo, produce conocimiento social y modos de integración intelectual, lógica y moral de la sociedad con el Estado.
En tiempos neoliberales, a la par con el desmoronamiento del Estado social, las élites abrazaron vías de legitimación externas, las tecnocracias de universidades del norte, los consultores de organismos internacionales que se dedicaron a crear una liturgia en torno a las bondades de la expropiación de recursos públicos y la externalización del excedente económico nacional. Ello trajo una cadena de desprecios coloniales hacia el conocimiento local y las universidades públicas.
Ninguna sociedad es capaz de autodeterminarse, esto es de definir por sí misma su destino, sin producción de conocimiento de sí y del mundo. Por ello las universidades tienen hoy un doble reto: ampliar su capacidad de generación de conocimiento propio, esto es no solo repetir y difundir lo que otros han hecho en otras partes del mundo. Ciertamente el acceso a otros conocimientos locales es imprescindible para producir cosas nuevas; pero lo que sucede en cada patria ni es la validación empírica de lo que otros han teorizado en otros lugares ni mucho menos la “desviación” temporal de un destino al que hay que apegarse tarde o temprano.
Hay que tener la osadía de producir nuevos conocimientos, nuevas estructuras conceptuales que vuelvan inteligible esta huracanada de acontecimientos anteriormente inexistentes que sean capaces de dialogar con esquemas conceptuales producidos en otras partes del mundo y, también, de explicar de mejor manera, con categorías más lógicas, lo que sucede acá y lo que acontece también en esas otras zonas del planeta. Hoy es un momento excepcional para las ciencias sociales por la propia excepcionalidad de todo lo que viene aconteciendo en todos lados y en todos los terrenos de la experiencia social.
La sociedad latinoamericana a lo largo de su historia pasada y presente ha dado ejemplos de una inigualable audacia política y social para impugnar las múltiples relaciones de poder, para producir combinaciones institucionales novedosas, para levantar formas de acción colectiva vanguardistas muchas de las cuales sirven como ejemplo o referente de otras sociedades del mundo; y lo mismo debería suceder con la producción de conocimiento y teoría social. De hecho, eso ya viene sucediendo, solo que nos falta ver con mayor atención a lo que pasa en nuestro horizonte interior como fuente también de conocimiento universal.
Encima, contamos con una forma de proceder más plural y de cierta manera cosmopolita intelectualmente. A diferencia de las academias de los países centrales en la que cada universidad prestigiosa y cada intelectual reconocido, fruto del previsible efecto de competencia de las posiciones intelectualmente dominantes, practican un silencioso desprecio por lo que se produce en otras naciones, en una suerte de vergonzoso nacionalismo intelectual; en nuestros países, en cambio, existe una avidez, a veces sobredimensionada, por conocer la producción académica de otros países, especialmente si son dominantes. Esto que en principio es un lastre, fácilmente es y puede ser una gran ventaja si sumamos una irrefrenable pasión por lo propio, incluido lo propio continental. A eso es lo que finalmente podríamos llamar como producción de conocimiento universal mucho más potente que muchos conocimientos regionalistas y localistas dominantes que hoy simulan ser universales por el solo hecho del efecto, en la teoría, de la posición económicamente dominante en el planeta de los lugares donde se producen esos conocimientos.
Y, en segundo lugar, está el compromiso del estudiante, el profesor e investigador con la sociedad. Frente a una lectura distorsionada de la recurrida “neutralidad valorativa” que ilusiona hallar personas despojadas del conjunto de valores, inclinaciones políticas y apegos morales que atraviesan sus estructuras mentales, cosa que es ya en sí misma una valoración mágica del mundo; es por demás evidente que el investigador no puede desprenderse de su ser social ni de la trama de relaciones de poder que lo rodean. En estricto sentido, por lo general, la fuerza interior de cada buena investigación radica precisamente en la correcta administración de esa trama constitutiva del ser social del investigador. Una consciencia de esas determinaciones para inicialmente plantear el problema de investigación es el mejor punto de partida. Pero esta consciencia implacable de los criterios valóricos que ayudan a formular el hecho social a estudiar no puede ni servir para someter a las mismas razones el proceso ni el resultado de la investigación, porque entonces ya no se investiga, sino que se convalida algo que ya era sabido antes de la investigación, y el hecho social no emerge de una articulación de causalidades sino de deseos, anulando así el proceso de conocer.
La pertinencia de los compromisos sociales del investigador han de estar al momento de visibilizar los hechos a estudiar, al momento de formular las preguntas sobre los hechos que habrá que resolver, porque cada manera de ubicarse en el mundo habilita con mayor o menor evidencia un espacio de infinitas preguntas enmarcadas en las expectativas y juicios que se tienen sobre el curso del mundo.
La lealtad a los compromisos, si estos son críticos sobre la realidad del mundo, debe ponerse a prueba en la multidiciplinariedad y heterodoxia de las herramientas conceptuales para adoptar, retorcer, fusionar e inventar aquellas que mejor capten la dinámica de los acontecimientos. La propia investigación necesariamente va a hacer brotar en su desarrollo conceptos y esquemas lógicos que expresen de mejor manera las regularidades detectadas, y no hay que rehuir a estas. Los modos de obtener y medir los datos de los procesos sociales igualmente deberán adecuarse a cubrir la mayor parte de la cualidad del hecho escudriñado, en tanto que la articulación lógica de los resultados deberá estar guiada por la intensión de volver evidente, casi apodíctico, el flujo de las causalidades, tanto lógicas como prácticas de las personas involucradas en el hecho social. Así el compromiso social será tanto más válido por la fuerza argumentativa de los hechos, que por la retórica
Conocimiento social, el resurgimiento del Estado y los tiempos de incertidumbre estratégica de las sociedades abren un espacio infinito de posibilidades de creatividad social, de compromisos políticos y despliegue de herramientas académicas capaces de contribuir la autorreflexión de la sociedad e impactar en políticas públicas.
El mundo se encuentra atrapado en un vórtice de múltiples crisis ambientales, económicas, médicas y políticas que están licuando todas las previsiones sobre el porvenir; y lo peor es que ello viene con un inminente riesgo de que se impongan “soluciones” en las que las clases subalternas sean sometidas a mayores penurias que las que ya se tolera hoy. Pero la condición de subalternidad social o nacional tiene en ese torbellino planetario también un momento de suspensión excepcional de las adhesiones activas hacia las decisiones y caminos propuestos por las élites dominantes. El desasosiego planetario por la fragilidad de horizontes a los cuales aferrarse es también de las creencias dominantes, con lo que el sentido común se vuelve poroso, apetente de nuevas certidumbres. Y si ahí, el pensamiento crítico, en general, y la academia pública, en particular, ayudan a formular las preguntas del quiebre moral entre dominantes y dominados, y coadyuvan a visibilizar las herramientas de autoconocimiento social, entonces es probable que, en medio de la contingencia del porvenir, se refuerce aquel curso sostenido en las actividades de la comunidad, la solidaridad y la igualdad, que es el único lugar donde los subalternos pueden emanciparse de su condición subalterna.
Solo así el horizonte que emerja, sea el que sea o el nombre que quiera dársele, será propio; el que la sociedad es capaz de darse a sí mismo; y por el que vale la pena arriesgar todo lo que hasta hoy somos.
(*)Ex Vice Presidente del Estado plurinacional de Bolivia