Por Mariana Dufour (*)
La necesidad de dejar una huella que opaque la muerte
«Los empujaba el ansia de poner fin a la indignidad de la Argentina. Porque esa indignidad impuesta ensuciaba su clara dignidad. Y la dignidad de ellos nunca fue materia a despacharse en gestos. Respiraba con la dignidad del pueblo, y de ella respiraba.
Así, también lo que escribieron, fiel a la sangre y, por ello mismo, a la letra.
Si no, ¿de dónde nacen las palabras?».
Juan Gelman
Aquellas mujeres y hombres que arriesgaron sus vidas por un mundo mejor, más justo, más solidario y amoroso, estaban enlazadxs a la vida de una manera tan intensa como desgarradora. Ante la disyuntiva de escribir o militar, ellxs eligieron «unidad de vida». Y el poeta Juan insiste en la importancia de entender que ningunx fue suicida: «Ellos supieron que morir era uno de los riesgos de esa lucha y creo que su grandeza consiste, entre otras cosas, en que esa conciencia no los amilanó».
Muchos de estos jóvenes se valieron de la palabra para convencer conciencias y construir militancia. Esa palabra que tiene la delicada tarea de despertar a los tímidos para encender la resistencia. Pensar la significación que adquiere la creación literaria de un Conti, la palabra testimonial de un Walsh o la poética de un Urondo para concebir las identidades latinoamericanas y alzar la paz es una tarea que nos debemos. Pero la paz, no como sinónimo de calma, sosiego y silencio, sino concebida como acción, como grito. La paz protagonista, rebelde y fundante de Justicia.
Los tres «plasmaron en un modo de vida el problema de la creación y de la lucha cuando ya eran gente grande, con una vida hecha atrás, hijos, hasta nietos. Y, sin embargo, no cejaron (…) Ellos se murieron, pero todo lo que hicieron, desde sus actos hasta su literatura, fueron hechos de vida», nos recuerda Gelman.
Hombres y mujeres que pueden ser evocados desde diferentes dimensiones. La política es una de ellas. Inevitablemente. Sus luchas fueron políticas. Pero, también, sus creaciones.
Las vidas que hoy conmemoramos están atravesadas por la palabra. Son vidas que supieron unir la militancia dura con la poesía, con la escritura, con el periodismo. Vidas que sufrieron la dictadura militar, que conocieron sus bombas, que padecieron sus prohibiciones —la de sus libros y sus pensares— y que vivenciaron en sus cuerpos y sus mentes el dolor de la tortura.
»Somos escritores para la liberación. No nos olvidemos que la palabra libera y que el dominio de la palabra es el camino de nosotros», nos advierte Tejada Gómez. Y es desde esa palabra justa que los Urondo y los Gelman se propusieron formar a los insurgentes de nuestra historia reciente. Gestar a esos hombres que empuñarían las armas. Comprendieron, como pocos, que la poesía fortalece la acción política y nutre los fundamentos de la causa. En la poética están los por qué.
Desde el periodismo, desde historia o desde la novela, los Soriano y los Bayer supieron construir identidades latinoamericanas. Desobediencia y revolución. Los Dávalos y Yupanqui le hablaron al origen, a los pueblos obreros, a los indios, a las gentes de manos curtidas y rostros sufridos. Es por estas mujeres y estos hombres que ellxs luchaban.
«En los años ‘60, una generación comenzó, sin saberlo bien, aunque sin timideces, a soñar un gran sueño». Vicente Zito Lema sabe que jóvenes, y no tan jóvenes, marcados a fuego por la Revolución Cubana, el amor a Evita y el compromiso con los sacerdotes tercermundistas, iniciaron un camino de utopías pero, también, de sueños posibles. Un camino de vidas clandestinas y compromisos a muerte. Y a vida.
Luego de cuatro años de vivir el desconcierto, al compás de una compleja (perversa y pervertida) realidad como telón de fondo, volver a las fuentes es una salvación. Y la razón que permite seguir.
«El arte es un acto de desobediencia.
El artista es el hombre que desobedece a la muerte».
Marc Chagall
Así como los hacedores de la cultura emplean la palabra para fundar conciencias y demoler engaños, los dueños de la muerte también se sirven de ella. Mientras unos cuantos pensadores son alimento del discurso hegemónico, los medios de comunicación, omnipresentes tentáculos del poder, se ocupan del resto.
Somos hablados por el lenguaje, dirá Lacan. Estamos habitados por él, sentenciará Heidegger. Somos el lenguaje que nos moldea desde que venimos al mundo, agregará Saccomanno. El lenguaje es también historia, contexto y herramienta. Antes de ser, una lengua ya nos aguardaba; nos atravesaba.
La batalla cultural se da en ese campo. En el campo de las palabras. Palabras que cambian, evolucionan, se retuercen y nombran otra cosa. Atravesadas por la dictadura y por la violencia, hoy, las palabras dicen otra cosa. «Madre» no referencia lo mismo después de Ellas. «Desaparecidos», tampoco. Tan es así, que en otros idiomas ya no tiene traducción.
Pero fueron las lenguas originarias las primeras que debieron modificarse, adaptarse, alienarse, incorporar vocablos y conceptos que no congenian con sus cosmovisiones. Propiedad privada, esa idea del mundo y del vivir imposible de imaginar. Lo mismo sucede con los símbolos, con los nombres, con las personas. Che Guevara, de símbolo de la ética, la coherencia y la entrega a asesino despiadado… Es que el neoliberalismo es mucho más que una política económica: es toda una percepción cultural que se impone cual sentido común.
Somos palabra. Construimos el mundo con ellas. Negada por el mercado, la poesía resiste en las paredes, en las calles y en las redes, para que la injusticia quede expuesta y provoque indignación. Para que el lenguaje se despliegue con su mejor traje. Porque la poesía es una forma de belleza. Y la búsqueda de la belleza es siempre un acto revolucionario.
El presente de la Argentina está cargado de significantes que el capitalismo sabe imprimir sobre los cuerpos de quienes expulsa de sus derechos. En “Preguntas después de una pregunta”, el escritor Guillermo Saccomanno se plantea si toda escritura no es literaria: «Que lo sea depende de mi intención de lectura. Es decir, una lectura literaria. Un ejemplo: Viñas lee en los obituarios y necrológicas de La Nación la historia íntima del poder».
Así, Saccomanno nos lleva a otros nombres, a otros mundos posibles. A los rostros que asoman de entre las noticias, como resistiendo al olvido. Memorias irreverentes. Versos sentidos. Fechas dolorosas que delatan los crímenes cometidos y las ausencias incomprendidas que aún esperan su duelo. Atrapado y asesinado… su voz silenciada / Asesinada de manera cobarde mientras permanecía cautivo en alguna parte / Nunca olvidaremos tu cuerpo martirizado / Nunca perdonaremos los atroces crímenes de la dictadura militar, denuncian los padres de Juan Jacinto Burgos, secuestrado en 1976, en un recuadro de un diario.
Son madres y padres que buscan la verdad. Verdad que se indaga con y desde la palabra, sin importar sus consecuencias. Porque la palabra, tan desarmada que parece, asusta a los más armados.
Mi sangre fue tu vida Tu sangre fue mi fuerza
Ana María Careaga
Ella también supo estar presente, cual tabla de vida, allí, donde lo humano quedó relegado. En los fríos encierros que condenaron al suplicio y al silencio a tantos compañerxs. Como dijo Milagro Sala, prisionera política desde enero de 2016, «estar encerrado hace que uno hable mucho, cuente todo lo que pasa con detalles. Y la música viene a acallar las palabras y, de un modo mágico, hace que desaparezcan, por un momento, los muros, los alambrados, las paredes…».
Así, como una necesidad, como un acto de amor y de resistencia, la poesía emergió de entre las tinieblas y el dolor. Ana María Ponce, madre de un niño de dos años y cautiva en la ex ESMA por la dictadura militar, escribió poemas desde su encierro. Encierro que la llevaría a la muerte. Poesía que la amarraría a la vida. Para que la voz no se calle nunca, / para que las manos no se entumezcan, / para que los ojos vean siempre la luz, / necesito sentarme a escribir / en este preciso momento en que / todo comienza a ser silencio…
Escribir, y jugarse la vida en ese acto. Escribir y dejar testimonio. No como un deber sino como una necesidad. La poesía como posibilidad de proyectar, de soñar futuro. Ese «puente de tablas flojas» que nos mantiene vivos, despiertos y nos aleja de la locura. Que no me mientan, / detrás de mí, / espera el fin. / Que no me mientan, / detrás de mí, / están los recuerdos, / la simple alegría de vivir libre, implora Ana María.
Poemas como rastros de vida. Poemas de puño y letra. Poemas como puños. Porque los cuerpos podían desaparecer, pero ellas, no. Las palabras, no. La terquedad de vida siempre es un acto de resistencia. Siempre.
Y las cartas. Cartas nacidas en la clandestinidad pero que hablan de sueños, de proyectos, de futuros cercanos, amores, alegrías y dolores. La necesidad de hablar, como dijo Milagro. La necesidad de escribir. De dejar una huella que opaque la muerte. La palabra como un áncora que amarra la vida y la eterniza en un significante del horror y la esperanza, al mismo tiempo. Cartas que hablan en presente. Pasaron los años, pero ellas conservan toda la huella de su tiempo. Como recién escritas. Como recién leídas. Como descifradas mucho tiempo después. Cartas viejas, continentes de palabras que respiran, que sangran. Como detenidas, como vivas, como desnudas en otros presentes.
Cual contracara de esas historias, nacieron los «Hijos desobedientes». Así se autodenominan los hijos de los genocidas de la última dictadura militar. Se niegan a ser cómplices de sus padres. De sus horrores. De sus cobardías. Hijos valientes. Hijos dolidos. Hijos paridos desde el centro mismo del terror. Desde el útero podrido.
Así, agarraditos de la palabra liberadora (para ellxs y para nosotrxs), nos recuerdan nuestra cara más noble. «Ninguna lucha es inútil. Ninguna lucha se termina», parecen decirnos. Porque son hijos e hijas del horror, sí, pero vueltos a parir por Ellas.
¡Qué manto de memoria colectiva se podría tejer con esos pedazos de memoria no dichos, fragmentados, dispersos, que nuestros testigos y víctimas guardan para sí como inmovilizados en su antiguo lugar!
Un manto contenedor y abrigado contra repeticiones posibles.
Los crímenes del pasado perviven en lo que se calla de ellos en el presente.
Juan Gelman
(*)Comunicadora Social, Educadora Intercultural y Gestora Cultural