Por MARCELO COLUSSI (*)
“¿Por qué no te callas?”
Rey Juan Carlos I, dirigiéndose a Hugo Chávez
“Occidente tomó su posición por el robo a otros pueblos”.
Vladimir Putin
El ideario socialista que atravesó todo el siglo XX y dio como resultado algunos
procesos revolucionarios triunfantes –los primeros de la historia: Rusia, China,
Cuba, Vietnam, Corea, Nicaragua– hoy día parece (o, en todo caso, lo quieren
hacer parecer) como vetusto, inaplicable, condenado al museo. Pero no es así,
pues las injusticias estructurales que lo hicieron brotar en el siglo XIX se
mantienen inalterables. Si el socialismo es un grito de protesta ante las injusticias,
por supuesto que sigue siendo válido, absolutamente vigente. Que las primeras
experiencias socialistas presentaran problemas no lo descalifican. El capitalismo
mata en el mundo 20,000 personas diarias por hambre: ¿no es para refutarlo? O
más aún: ¿para cambiarlo completamente de una buena vez?
Marx y Engels, cuando reflexionaban sobre el sistema capitalista, pensaron en un
proceso que no siguió exactamente como se tenía concebido en la segunda mitad
del siglo XIX: el proletariado industrial urbano no terminó siendo la chispa que
revolucionaría el mundo. En los países más desarrollados, un pequeño puñado del
Norte, gracias justamente al crecimiento económico, sus trabajadores fueron
teniendo un creciente nivel de vida; por tanto, la revolución socialista fue saliendo
de agenda. En el Sur, más atrasado comparativamente, luego de esas primeras
experiencias mencionadas –donde fueron procesos campesinos más que de
organizaciones obreras urbanas–, la represión de estas últimas décadas y los
planes neoliberales fueron sacando de agenda la idea de revolución socialista.
Pero el socialismo sigue siendo la salida para tantas penurias de la humanidad.
Si algunos comen demasiado bien en el Norte, es porque en el Sur el hambre es la
constante. Qué nos espera si no llegamos a una sociedad de mayor justicia: ¿la
catástrofe medioambiental, la devastadora guerra nuclear? “Socialismo o
barbarie”, decía Rosa Luxemburgo. Parece que sí…; si no: el final de la especie
está a la vuelta de la esquina.
El sistema capitalista ha mostrado hasta el hartazgo que no puede solucionar los
problemas históricos de la humanidad, simplemente porque prefiere matar a la
gente antes que perder ganancias. Si llega a decir –al menos, algunos de sus
ideólogos– que sobran bocas para alimentar en el mundo, por lo que habría que
eliminar gente, ese sistema no sirve. Por tanto, urge reemplazarlo.
Pero lo que parecía un triunfo casi seguro del campo popular y la izquierda en la
década de los 70 del siglo pasado, se ha modificado profundamente. La caída de
la Unión Soviética y la adopción por China de mecanismos de mercado, más la
avanzada fabulosa de la derecha a nivel global, han dejado en espera (larga
espera de momento) los ideales de transformación revolucionaria con miras a la
construcción del comunismo. Después de la desintegración del campo socialista
europeo se vivieron varios años de un unipolarismo absoluto, donde Estados
Unidos fue quien puso el guión.
Con la más absoluta soberbia imperial, Washington –utilizando algunos aliados,
siempre bajo su estricto mando: la OTAN y la Unión Europea– mostraron al mundo
que era la única potencia, que nadie podía hacerle sombra. Las bochornosas,
infames intervenciones en Irak, Libia, Afganistán, Siria, fueron demostraciones de
poderío, de que el país americano hacía lo que deseaba sin rivales a la vista.
“Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo. Cuando sea
adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado
a nuestros intereses, no lo haremos”, pudo decir sin la menor pizca de vergüenza
un ensoberbecido alto funcionario norteamericano como John Bolton. Las otrora
potencias europeas lo siguieron mansamente, envidiándole (por haber perdido el
sitial de honor en la geopolítica) y temiéndole (Estados Unidos tiene más de 450
bases militares en Europa, mientras el Viejo Mundo no tiene ni una sola en suelo
estadounidense).
Ese unipolarismo se dio en la década de los 90 del siglo pasado y a inicios del
presente, caída la URSS y cuando China aún no había mostrado los dientes. Pero
unos pocos años después el tablero geopolítico cambió.
Cuando decimos “unipolarismo” queremos significar la presencia omnímoda del
capitalismo eurocéntrico, capitaneado en lo fundamental por Estados Unidos, con
una preminencia de lo anglosajón, y centrado siempre en esa cuestionable noción
de “Occidente”. Este polo de poder, tal como lo indican los epígrafes, construyó su
prosperidad sobre la explotación del resto del mundo, apabullando a quien osara
enfrentársele, acallándolo, asesinándolo. El racismo y el desprecio soberbio por lo
que no era “civilizado” al modo occidental, descollaron por varios siglos. El
supremacismo blanco llegó al extremo psicótico de la locura nazi y su pretensión
de “raza superior”. Pero ahora las cosas parecen estar cambiando.
Rusia, hoy convertido en un país capitalista, y China, que se comporta como un
engendro complejo, combinando capitalismo e ideario socialista (al menos en su
declaración formal) han aparecido en la escena internacional como nuevos centros
de poder. Estados Unidos, y en general Occidente, están comenzando su declive.
¿Por qué? Claramente lo dijo el ex presidente norteamericano Jimmy Carter en un
debate con Donald Trump, citado por la revista Newsweek: “¿Sabes por qué la
China se nos adelanta? Yo normalicé las relaciones diplomáticas con Beijing en
- Desde esa fecha, ¿sabe cuántas veces China ha entrado en guerra con
alguien? Ni una sola vez, mientras que nosotros estamos constantemente en
guerra. Estados Unidos es la nación más guerrera en la historia del mundo porque
quiere imponer Estados que responden a nuestro gobierno y los valores
estadounidenses en todo Occidente, controlar las empresas que disponen de
recursos energéticos en otros países. China, por su parte, está invirtiendo sus
recursos en proyectos como ferrocarriles, infraestructura, trenes bala
intercontinentales y transoceánicos, tecnología 6G, inteligencia robótica,
universidades, hospitales, puertos, edificios y trenes de alta velocidad en lugar de
utilizarlos en gastos militares. (…) China no ha malgastado ni un centavo por la
guerra, y es por eso que nos supera en casi todas las áreas.” Estados Unidos,
como ha pasado con todos los imperios, llegan a su esplendor, y luego caen.
Pareciera una ley que se cumple indefectiblemente. Ahora, sin dudas, se está
cumpliendo.
Moscú y Pekín, en una unión entrañable, están intentando establecer un nuevo
orden geopolítico, desmarcándose del dólar y de los organismos crediticios de
Occidente, manejados en lo fundamental por Estados Unidos. La guerra de
Ucrania es el punto de arranque de ese proyecto. Los tambores de guerra en
Taiwán son su continuación.
Ambos países están teniendo una creciente presencia en el mundo (económica,
política, cultural, militar), mostrando un rostro que para nada es el que evidenció
Occidente en estos siglos de hegemonía global. Al respecto, y como ejemplo, el
presidente de El Salvador, Nayib Bukele, dijo que “La cooperación china viene sin
ataduras, y no lo digo por hacerles propaganda porque estoy seguro que no la
necesitan, pero es la realidad”. Mientras el FMI y el Banco Mundial no perdonan
inclementes ni un centavo de las deudas, China acaba de condonarles las suyas a
17 países africanos. El Occidente guerrerista y altanero está empezando a sufrirlo
que en el resto del mundo es lo corriente desde hace siglos: pobreza. A partir de la guerra de Ucrania y la falta de gas ruso en la industria y en los hogares europeos, más la disparada inflación que está viviendo ese continente por la subida de los Hprecios del petróleo, con un malestar social creciente a punto de estallar en cualquier momento, el presidente francés Emmanuel Macron pudo expresar, preocupado, que “estamos llegando al fin de la abundancia”. ¿Abundancia de quién?, porque fuera de un escaso 15% de población mundial que vive con comodidad en el Norte (Europa y Estados Unidos, más algunos pequeños bolsones en el resto del mundo), el otro 85% de la humanidad sufre penurias indecibles. ¿Todo para Occidente desarrollado y migajas para el resto del planeta?
La forma en que se repartieron las vacunas contra la enfermedad Covid-19 lo
muestra en forma palmaria: los “ricos” del Norte acapararon la casi totalidad de
dosis, al menos de las elaboradas por las grandes corporaciones occidentales,
mientras que para el famélico Sur quedaron las sobras. ¿Y la bendita caridad
cristiana? Al Tercer Mundo llegaron las vacunas rusas, las chinas y las cubanas,
de las que la prensa corporativa occidental prácticamente no habló una palabra.
En el Sur la gente pasa, o muere, de hambre; en el Norte, padece obesidad.
El mundo, por supuesto, no es solo la civilización occidental. Si bien ese modelo
tomó la delantera –a base de cañonazos, invasiones militares y saqueos, no
olvidarlo– imponiéndose en todo el mundo aplastando ancestrales culturas a las
que despreció, siendo hoy Estados Unidos el país líder en ese proceso, hay otros
modelos también. El planeta no tiene un solo polo: el magnetismo se reparte entre
polo Norte y polo Sur. ¡Imprescindible recordarlo!
“El obsoleto modelo unipolar está siendo reemplazado por un nuevo orden
mundial basado en los principios fundamentales de justicia e igualdad, en el
reconocimiento del derecho de cada Estado y nación a seguir su propio camino
soberano de desarrollo”, manifestó el presidente Vladimir Putin. Hasta allí
podríamos decir que este paso a la multilateralidad es una buena noticia para el
campo popular del orbe. Pero ¿lo es? ¿En qué medida?
Como van las cosas, parece que el capitalismo está más que instalado. Las
revoluciones socialistas no siguieron el camino que se esperaba. En vez de
avanzar hacia la revolución mundial, involucionaron. En estos momentos, luego de
las primeras experiencias revolucionarias, que no fracasaron como dice el
interesado discurso de la derecha, pero que llaman a la revisión autocrítica, los
ánimos transformadores se ven aplacados. El sistema ha sabido manejar bien
–para su conveniencia, obviamente– la furia popular, los descontentos sociales
(ahí está el pan y circo moderno: Hollywood y el sacrosanto fútbol), y no se ve
cercana otra toma del Palacio de Invierno, ni una Larga Marcha, ni barbudos que
bajarán de la sierra o guerrilleros sandinistas entrando victoriosos en la capital.
Con el aplacamiento de la protesta social –merced a la represión, a los planes
fondomonetaristas, al continuo bombardeo mediático visceralmente
anticomunista– hoy día parece ser “lo más revolucionario” ganar una elección
presidencial en el marco de la institucionalidad burguesa, o ¿ver que cae el
imperio yanki? Para cierta izquierda sigue rigiendo aquella máxima de “el enemigo
de mi enemigo es mi amigo”. ¿Habrá que alegrarse si Washington deja de ser la
Roma moderna del actual Imperium global?
Si Estados Unidos, la gran potencia capitalista, sangrientamente imperial y
guerrerista, va declinando, eso no necesariamente es la mejor noticia para el
campo popular del planeta. Su caída se ve ya indetenible: las posibilidades de una
guerra civil –por los malestares sociales acumulados, por el racismo, por la
exclusión creciente de sectores marginalizados– es cuestión de tiempo. La
explosión del Capitolio un par de años atrás es su preámbulo. Su consumo
imparable de estupefacientes (legales y no legales) muestra la enfermedad que lo
carcome como sociedad. Sin dudas, va cayendo, como les ha pasado a todos los
imperios en la historia; no pueden mantenerse en el pináculo en forma indefinida;
su sobreconsumo termina pasando factura. Pero debe recordarse que en política
los espacios que van quedando vacíos siempre, inexorablemente, son ocupados
por otro. ¿Quién será el nuevo imperio? O, visto más en términos marxistas:
¿habrá capitalismo para siempre, con un imperio dominante? ¿Continuará un
nuevo imperio capitalista ya no anglófono ahora, o llegará por fin el turno de los
“condenados de la tierra”? ¿Es real esa formulación de “es más fácil que se
termine el planeta que se termine el capitalismo”? ¿No es derrotista eso? Es más
una afirmación de júbilo –de un discurso conservador de derecha, por supuesto–
que una afirmación científica seria. Aunque, siendo realistas, la desesperación de
la clase dominante de Estados Unidos puede empujar a una locura tal como
preferir el holocausto nuclear a perder su hegemonía. Nadie se desprende del
poder y los privilegios alegremente.
Ahora bien: ¿qué buscamos quienes seguimos creyendo que hay algo más allá
del irracional consumo que nos lega el actual sistema? ¿Un mundo multipolar, con
un área-dólar (digamos Occidente –con países pobres y ricos–) y otra área-yuan-
rubro, quizá con participación creciente de lo que hoy conocemos como BRICS?,
¿o buscamos el autogobierno de la clase trabajadora y oprimidos varios
superando la sociedad del libre mercado? El socialismo como nuevo horizonte
superador del actual modo de producción sigue esperando. La multipolaridad abre
expectativas, sin dudas, pero no soluciona por arte de magia la pobreza, la
ignorancia, las guerras, los prejuicios atávicos. ¿Nos quedamos con la
multipolaridad como gran logro (de momento, por lo que se ve, siempre en los
marcos del capitalismo), o seguimos pensando en el socialismo, puerta de entrada
a la sociedad sin clases?
(*)Psicòlogo y Lic. en Filosofía
https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33