Las ciudades han sido –y son– el epicentro de la COVID-19. En ellas se ha reportado alrededor del 90% de los casos detectados, algo que refleja la virulencia del coronavirus y también otros problemas previos. Compensar las desigualdades, usar la tecnología de forma inteligente o apostar por una movilidad más sostenible serán clave en las urbes pospandemia.
Por Raquel Nogueira y Guadalupe Bécares
Ilustraciones Carla Lucena
Para https://ethic.es
Un grupo de obreros descansa en una enorme viga de acero. Unos fuman despreocupados, otros se disponen a disfrutar del almuerzo. No tendría nada de especial si no lo hicieran sobre el abismo, a más de doscientos metros de altura, con Nueva York literalmente a sus pies. La emblemática foto, tomada durante la construcción del corazón financiero de la Gran Manzana hace ahora cien años, refleja cómo el mundo entero ha imaginado las ciudades en el último siglo: hacia arriba, con altísimos rascacielos y edificios capaces de albergar las vidas de millones de personas que viven, trabajan y disfrutan de las ventajas de tener todo a su alcance en un puñado de kilómetros cuadrados. Sin embargo, hoy que nuestros años veinte se presumen menos felices que los suyos, esta vez son millones de urbanitas los que están suspendidos en el aire.
Según el último resumen normativo de Naciones Unidas sobre el impacto de la COVID-19 en las áreas urbanas, las ciudades han sido –y son– el epicentro de la pandemia. En ellas se ha reportado alrededor del 90% de los casos detectados, algo que no solo refleja la virulencia del coronavirus, sino otras dolencias que ya padecían antes de que este entrase en escena. El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, reclama medidas urgentes e integrales para que las grandes urbes puedan iniciar su recuperación, especialmente en las áreas más vulnerables de países empobrecidos en América Latina, África o Asia. «Tenemos que asegurarnos de que todas las fases de la respuesta a la pandemia actúen sobre las desigualdades y salvaguarden la cohesión social», advirtió durante la presentación del informe, que pone el foco en la vivienda digna, el acceso a la atención sanitaria y al agua potable o en la seguridad de las mujeres.
Esos problemas, agravados ahora por la pandemia, no son nuevos en las grandes urbes que, ya desde la primera Revolución Industrial, arrastran inconvenientes derivados de su excesiva densidad de población o de la creciente desigualdad entre barrios. Si en la actualidad más de la mitad de la población mundial vive en grandes ciudades –se estima que el porcentaje alcanzará el 80% en 2050– y es en ellas donde se han localizado precisamente los focos más virulentos, la primera pregunta es cómo nuestra forma de vivir, trabajar y movernos aumenta el riesgo de contagiarnos. Agustí Fernández de Losada, director del programa Ciudades Globales del CIDOB, señala que la interconectividad es la principal causa de la vertiginosa propagación del virus. «Si el foco inicial de la epidemia se encuentra en una ciudad china que está conectada con el mundo, la enfermedad viajará en avión, se moverá de una ciudad a otra, y se convertirá en una pandemia global», explica. O, lo que es lo mismo: si nosotros ahora podemos desayunar en Madrid, comer en Berlín e irnos a dormir en Moscú, los virus pueden hacerlo porque estamos, también, epidemiológicamente conectados.
Entonces, ¿debemos renunciar a las ventajas que ofrece la hiperconectividad moderna para frenar la expansión vírica? En un mundo en el que la movilidad es inherente al modo de vida urbano, ya sea en forma de metro o de avión, para el experto la clave está en la gestión de recursos municipales y en la autonomía de cada núcleo para tomar sus propias decisiones. «Lugares extremadamente poblados como Seúl o Hong Kong han gestionado la pandemia tremendamente mejor que otros como Nueva York o Milán», asegura.
El 41% de los españoles tarda más de una hora en llegar a su puesto de trabajo
De hecho, cómo han actuado las grandes megalópolis asiáticas parece confirmar que, aunque el tamaño influye, no es el único determinante a la hora de controlar la expansión de epidemias actuales o futuras. A factores antropológicos que hunden sus raíces en las diferencias culturales entre oriente y occidente se unen otros de cariz político y tecnológico: hablamos de sociedades en las que los gobiernos conocen todos los movimientos de sus ciudadanos. «Existe un peligro en los discursos que de alguna forma alaban a los sistemas autoritarios como el chino, hablando de una pretendida mayor eficacia contra la pandemia. Si eso es así –si te fías de los datos oficiales– es porque allí el Gobierno ordena y manda, mientras que las democracias no tenemos herramientas para gestionar este tipo de crisis», apunta la politóloga Cristina Monge. Y añade: «Cuando se reproduce ese debate se olvidan los errores que los sistemas autoritarios han cometido, que han sido muchos. Se olvida también el papel que juega la disciplina de la sociedad china, que no tiene que ver con una política autoritaria, sino con una disciplina social que se ve en sistemas democráticos en los que también da buen resultado».
Tecnología para vigilarlos (médicamente) a todos
Más allá de la disciplina social de sus habitantes, las grandes ciudades asiáticas han contado además con dos factores cruciales para la gestión del coronavirus: experiencia previa en el control de pandemias –países como Corea del Sur o Singapur tenían ya protocolos efectivos y desarrollados tras el SARS– y tecnologías para actuar. Desde robots que caminan por la calle haciendo controles aleatorios de temperatura a drones y grandes arcos desinfectantes a la entrada de los recintos, Hong Kong o Seúl fueron metrópolis pioneras a la hora de usar los avances tecnológicos para intentar frenar los contagios. «Si reaccionas muy rápido y con recursos, asegurándote de que todos tengan mascarillas y haciendo test masivos, entonces sí puedes utilizar tecnologías para que todos los que han dado positivo avisen, de forma directa o indirecta, a todas las personas que se hayan cruzado con ellos para que también se hagan la prueba. Sin eso, la tecnología sería simplemente vigilar a los ciudadanos», sostiene Marta Peirano, periodista experta en privacidad y nuevas tecnologías.
Aunque en España la aparición del virus nos pillase más desprevenidos que en las grandes ciudades de Asia y estemos a años luz de sus dispositivos más punteros, desde el primer momento la tecnología se configuró como un aliado esencial en la gestión de la crisis. De hecho, es ella la que está trazando ya el mapa de las urbes que habitaremos en los próximos años, sobre todo gracias al uso de inteligencia artificial y big data, que han permitido tomar mejores decisiones en materia epidemiológica. Las fases de la desescalada, por ejemplo, se han marcado basándose en los datos de infectados, fallecimientos y hospitalizaciones combinándolos con métodos estadísticos y predictivos basados en inteligencia artificial, lo que ha permitido trazar las famosas curvas y predecir las oleadas de contagios.
Ahora que nos hemos sobrepuesto al primer golpe sanitario, los esfuerzos se centran en controlar la pandemia hasta que llegue la tan esperada vacuna. En esa tarea, ya hemos visto cómo los controles masivos de temperatura antes de entrar a un concierto –algo que sonaba distópico hasta hace apenas unos meses– se han convertido en algo habitual en los pocos que han seguido programados. También se ha normalizado la atención médica telemática y el uso de aplicaciones que faciliten el rastreo o monitoricen una posible exposición al virus. Es el caso, por ejemplo, de Radar Covid, la aplicación oficial para rastrear posibles contactos que estará completamente operativa a mediados de septiembre, cuando todas las comunidades autónomas la pongan en marcha. Se trata de una aplicación que aprovecha la tecnología de Google y Apple integrada en los sistemas Android e iOS para saber con quién te has cruzado sin compartir ningún dato personal ni utilizar sistemas de geolocalización. Simplificándolo, a través de bluetooth detectaría a las personas con las que te has cruzado a menos de dos metros de distancia por un periodo de más de quince minutos durante los catorce días anteriores para poder medir tu exposición al virus.
Combatir la desigualdad urbana
Dejando aparcadas las cuestiones sobre privacidad, si los datos obtenidos mediante este tipo de tecnologías facilitan el control de posibles brotes también son una herramienta para analizar quiénes se mueven en las urbes y cómo y para qué lo hacen. «Las ciudades ya no son para todos y, además, a través de la matemática algorítmica lo que nosotros vemos como un edificio, en realidad funciona como activos», plantea Saskia Sassen, la socióloga que acuñó el término ciudad global a comienzos de los años noventa y que hoy se encuentra inmersa en el arranque del proyecto Ethics of the city.
Con él, la experta y su equipo buscan combatir los efectos aparentemente negativos del sector financiero en el mapa urbano y analizar la situación desde un punto de vista ético, pero también antropológico. «Una ciudad inevitablemente va a tener mucha desigualdad y, por ende, va a necesitar trabajadores de todos los niveles. Aunque los analistas urbanos nunca lo mencionan, hay una serie de puestos de trabajo modestos –los camiones que traen la papelería a las empresas, los que limpian las oficinas– que son necesarios. En mi libro Expulsiones examino justamente toda esta serie de injusticias chiquititas que se van acumulando y terminan siendo catastróficas para hogares de recursos limitados», explicaba Sassen en el mes de febrero en una entrevista para Ethic.
Semanas después, la llegada de la pandemia no hizo más que apuntalar las teorías de la socióloga ya que, sobre todo al comienzo del confinamiento, a la precariedad económica de ese tipo de empleos se añadió un importante peligro sanitario. Según un informe de la propia organización, España es el país de la OCDE con más trabajadores (un 56%) en empleos con elevado riesgo de contagio por COVID-19. Entre ellos se encuentran los sanitarios, pero también los empleados de supermercados, comercios, oficinas de atención ciudadana y otros servicios de cara al público que fueron considerados esenciales.
Saskia Sassen: «Las ciudades hoy ya no son para todos»
A la posibilidad de infectarse en sus propios entornos laborales –sobre todo en aquellos con escasa ventilación y excesiva proximidad interpersonal– se unía la posibilidad de hacerlo en el trayecto hasta llegar a él, algo que de nuevo responde a una organización urbana que ha alejado cada vez más el lugar de trabajo y de residencia. Atendiendo a los cálculos hechos hace un par de años por Nielsen, el 41% de los españoles tardan más de una hora en llegar a trabajar. En las grandes ciudades, gran parte de ese tiempo se emplea mayoritariamente en el transporte público: de media, cada trabajador barcelonés pasa en él unos 50 minutos diarios, cifra que asciende a los 62 en el caso de Madrid, como estima un estudio realizado por la aplicación de transporte Moovit.
Los datos madrileños son muy similares a los de otras capitales europeas como Berlín o París, y responden a un modelo de ciudad arraigado desde el siglo XIX pero acelerado en las últimas décadas: con el progresivo encarecimiento de la vivienda en el centro y la deslocalización de las fábricas y oficinas, la urbe fue ampliando sus horizontes a los barrios primero y a las ciudades satélite después. Sin embargo, en el caso de la capital, la diferencia entre las zonas con mayor actividad económica –norte– y aquellas más asequibles para vivir –sur–, hacen que aquellos con empleos más precarios sean, con frecuencia, quienes tienen que emplear más tiempo en ir a trabajar… y quienes tienen que hacerlo en trenes y metros cada vez menos frecuentes y más masificados: por ejemplo, según los datos recabados por eldiario.es, la línea 1 de Metro de Madrid, la más utilizada de la red, ponía en funcionamiento 42 trenes en 2008; el año pasado, pese a que el número de usuarios ha crecido notablemente en esta década, la cifra se había reducido a 36.
Supermanzanas, comunidad y bicis para redibujar la ciudad
Además de las conexiones que existan en y entre ellas, el tamaño de las ciudades también importa. La arquitecta Sonia Puente sostiene que una red de municipios medianos bien conectados entre sí funciona mejor que las grandes aglomeraciones urbanas, también en situaciones extraordinarias como la actual. «No es lo mismo tener una ciudad compacta de un millón de habitantes que repartir a la misma población en tres ciudades medianas, con comarcas interconectadas y estructuras sanitarias, educativas y de abastecimiento propias y autónomas, donde si una parte se contagia, se aísla», explica, y pone como ejemplo en nuestro país a Asturias, una de las comunidades donde el coronavirus ha tenido menos impacto.
Si el siglo XIX fue el de los imperios y el XX el de las naciones-Estado, el XXI será el de las ciudades, que ahora se enfrentan a una crisis epidémica además de a una climática. Así lo recogen los artículos recopilados en Ciudades en primera línea, publicado por el CIDOB, donde se plantea un concepto clave sobre el que comenzar su reconstrucción: la resiliencia urbana, es decir, la capacidad de las metrópolis para estar prevenidos y reaccionar ante nuevas situaciones. O, con otras palabras, la forma de combinar la realidad social con el escenario climático para crear espacios resistentes, adaptables e inclusivos para todos. «La unión entre la estructura urbana y las personas que la forman es clave para poner en marcha programas e iniciativas que salven y mejoren vidas en lugar de ahondar en las desigualdades», asegura Amaya Celaya, coordinadora técnica del programa de ONU-Habitat de Ciudades Resilientes Globales, que pone el foco en la capacidad de las urbes para enmendar sus propios errores y reconstruir los espacios.
Como afirma Puente, el reto urbanístico del siglo XXI está en «transformar espacio público para que favorezca la comunidad frente a la individualidad». Algo que, aunque ya era reclamado por arquitectos y urbanistas desde hace años, ha vuelto a quedar al descubierto con lo vivido en los últimos meses. Si hasta ahora el callejero se amoldaba a los vehículos, las ciudades pospandemia deberán optar por urbanizar el coche y darle más espacio a peatones y a medios de transporte como la bicicleta: reivindicada históricamente como la alternativa más verde, ahora también es aquella que permite una mayor libertad de movimientos manteniendo la distancia de seguridad.
Aunque las imágenes de los paseantes y ciclistas por los antes congestionados carriles de la Castellana se hicieron virales con el desconfinamiento –ejemplos similares pueden encontrarse en Milán, Nueva York o París–, lo cierto es que el urbanismo global ya apuntaba hacia ello no por motivos epidémicos, sino climáticos. Desde la peatonalización masiva llevada a cabo en ciudades de tamaño medio como Pontevedra a las restricciones al estilo de Madrid Central, reducir el tráfico era uno de los primeros puntos en la agenda de las grandes y contaminadas urbes. Los datos recogidos por Ecologistas en Acción demostraron que, durante los peores momentos de la pandemia, la contaminación del aire urbano cayó un 55% en España. En el caso de Madrid, un estudio de la Universidad Politécnica de Cataluña eleva el porcentaje hasta el 62% durante los meses de marzo y abril, cuando apenas había coches circulando por la calzada.
Agustí Fernández de Losada: «Seúl o Hong Kong han gestionado mejor la pandemia que Nueva York o Milán»
Reducir el tráfico para mejorar la movilidad y la calidad del aire en las ciudades es necesario, pero no suficiente. Voces como la de Salvador Rueda, biólogo y exdirector de la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona, apelan a la creación de células urbanas denominadas supermanzanas que permitan integrar otros aspectos de una ciudad abarcable y sostenible. Su implementación en la ciudad condal ha permitido reducir la contaminación acústica y atmosférica, ya que cerca del 95% del tráfico rodado ha quedado fuera.
Para completar la metamorfosis de la vida urbana, la clave sería combinar estructuras como las de estas supermanzanas con un modelo nuevo en el que las grandes metrópolis se transformen en «pequeños pueblos» bien conectados entre sí donde todo está a una distancia razonable, incluso para aquellos con dificultades de movilidad, como los ancianos u otros colectivos vulnerables. Se trata de los modelos conocidos como ciudades policéntricas o de los quince minutos, una lectura moderna de la vida de barrio. «La idea está en que se tenga a un máximo de un cuarto de hora todo lo necesario en el día a día: un mercado de abastos, un polideportivo, una biblioteca, un centro cívico, una escuela, una guardería y una cierta suerte de espacio público, más o menos verde, alrededor», explica Celaya. París es un buen ejemplo de este tipo de ciudad, donde hizo falta un golpe en la mesa por parte de la alcaldesa, Anne Hidalgo, para redistribuir los espacios y sacar adelante un proyecto de peatonalización de la ribera del Sena.
Pero no hay cambio –ni económico, ni urbanístico, ni de movilidad– que no genere cierto rechazo, reticencias y dudas. «Las infraestructuras de movilidad urbana son enojosas y no se pueden modificar sencillamente de la noche a la mañana. Algunas personas temen que la reducción del tráfico automovilístico perjudique la actividad y el crecimiento económicos. Sean cuales fueren los obstáculos y las dificultades, las calles de las ciudades se han convertido en laboratorios», resumía Ulrich Beck. Es en las grandes avenidas de las metrópolis donde se pone a prueba una transformación que, tarde o temprano, llegará incluso a los callejones más angostos del planeta.
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